sábado, 7 de noviembre de 2009

Imperfección

La primera vez que R. y S. atravesaron juntos el arco de la puerta de entrada en una aparición pública, el juicio fue unánime: esta vez sí; había llegado la hora de S. Por fin, tras los numerosos tropiezos sentimentales por los que casi todos pasamos, la artista había encontrado esa a la que llaman "la persona adecuada". Al menos, era la impresión que transmitían tanto la sonrisa de la protagonista - aún más luminosa que de costumbre- como la propia figura de su acompañante, de una belleza armoniosa, que parecía brillar desde el interior, sin nada que ver con esas bellezas altivas, desafiantes y en ocasiones arrogantes que casi parecen condenar al que las contempla. La belleza d R. transmitía lo contrario: sosiego, amabilidad, casi una invitación a presentarse, a descubrise y conocer, a compartir.

A pesar de ello, seguramente "los otros" no captaron esta percepción o no comulgaban con ella. El hechizo se desvaneció para los asistentes en cuanto el nuevo invitado se separó de la compañía de su pareja y empezó a actuar como un ente independiente: rápidamente reconoció que su atuendo era en realidad fruto de un acto de empatía hacia su entorno, se dedicaba a hablar de los pequeños y sencillos detalles de la vida diaria con auténtica pasión y mostraba indiferencia o poca curiosidad ante temas de conversación como las últimas tendencias del diseño, la trascendencia del arte moderno en su faceta de impulsor de la reflexión sobre el propio yo o la genialidad conceptual de algunas obras del minimalismo.
¿Cómo una persona que no participaba plenamente de la principal razón -o eso creían ellos- que animaba la existencia de S. era capaz de proporcionarle esa paz que iluminaba su rostro? Se trataba de algo incomprensible para todas esas personas, para las cuales las creaciones de aquella a quien idolatraban resultaban poco menos que una fuente de vida, un continuo tema de debate, una guía de estilo e incluso un oráculo. S., desde su posición de observadora, iba dándose cuenta de cómo las expresiones de las caras que rodeaban a R. mutaban desde la calidez y jovialidad iniciales hasta la extrañeza, la decepción y, en un estado posterior, incluso la envidia y la animadversión. No era algo que le sorprendiese ni le defraudase: había logrado -no con poco esfuerzo- adoptar una postura estoica cuando tenía que moverse en aquellos círculos, una actitud que sus miembros no habían dudado en interpretar como un rasgo cuasimesiánico, casi místico, que les permitía alimentar la leyenda que ellos mismos se habían empeñado en forjar,debido quizás a su propia necesidad de tener a alguien a quien seguir. S. sonreía ineriormente porque, precisamente y por segunda vez en su vida (la primera se dio cuando decidió consagrarse a la expresión artística), se sentía segura de algo y, más importante aún, de alguien.

Lo que, tal vez, "los otros" no alcanzaban a entender era que R. no ejercía la típica función de contrapeso, receptáculo constante de frustraciones, dudas y preocupaciones que parte de los artistas -y de los que se hacen llamar de ese modo, y, en general, de aquellos cuyo ego se encuentra por encima de cierto nivel- buscan tener en su visión particular de lo que debe ser y de cómo debe transcurrir la vida.

S., sin duda alguien atípico dentro de su ámbito, había pasado mucho tiempo haciendo introspección y autocrítica acerca de lo que es lícito (si es que lo es) esperar de una persona, de la imperfección inevitable del ser humano y, como consecuencia, de sus creaciones y de lo enriquecedor que resulta que "la otra persona" siga siendo ella misma, que se siga desarrrollando hasta el menor grado de imperfección posible a la vez que ama y es amado. S. había logrado entender el amor como (también) una forma más de crecimiento del individuo y, en ese sentido, R. era lo más perfecto que podía imaginar (y, dentro de lo lícito que puede ser, esperar): además de resultar sus rasgos - por su belleza singular y por la luz interior y la paz que los alumbraba- hermosos, lo que realmente había llenado el corazón y el alma de S. era, no sólo su extremada sensibilidad, sino su capacidad e innata tendencia para utilizarla -en conjunto con su inteligencia- para el fin de convertirse en un ser humano extraordinario, casi superior en comparación a los que ella solía tratar, víctimas frecuentes de su propia mezquindad. S. podía sentirse feliz: no pensaba que pudiese encontrar a alguien que pudiese llenar e inspirar a sus sentidos externos y a su espíritu más que R.