Iba a ser un vuelo tranquilo, con un aterrizaje suave. R. acumulaba ya una amplia experiencia lanzándose desde aquel precipicio. Tenía bien calculadas las distancias y conocía la velocidad y la dirección del viento a cualquier hora del día y en cualquier época del año, lo que le permitía conocer con sorprendente exactitud el punto exacto donde iba a terminar posándose. No era, pues, ni mucho menos, un novato. Sabía que, tras el primer impulso hacia arriba, Eolo le iría meciendo a medida que descendía, suavemente, como una pluma, hasta llegar a establecer contacto casi horizontal con el suelo arenoso muchas decenas de metros más abajo. "Todo controlado, pues", se dijo a sí mismo, y, tranquilo y decidido a la vez, tomó impulso y saltó hacia arriba.
Todo debía estar controlado, pero no fue así. La gravedad lo atrajo hacia la superficie terrosa con una celeridad cada vez mayor. Su cuerpo pareció hacerse de plomo, Eolo parecía incapaz de compensar la fuerza de la caída y, sobre todo, esta vez el ambiente onírico en el que se sumergía cada vez que volaba no pertenecía a un sueño nacido del inconsciente, a pesar de que su mente flotó en esa atmósfera hasta el último instante. Sólo una cosa era igual -idéntica- al resto de veces anteriores: la dureza y aridez del suelo, que recibió impasible el impacto del cuerpo, destrozado y sin vida sobre su superficie.
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Hace 1 semana