sábado, 11 de julio de 2009

Símbolos


...y pensé que los símbolos tenían significado. Pensé que los símbolos no eran símbolos, sino letras. Y que las letras formaban palabras, y que las palabras formaban frases y que tanto las palabras como las frases estaban llenas de significado. Y me acerqué a los símbolos, y me puse frente a ellos, y los miré de cerca. Y los símbolos resultaron ser garabatos, figuras absurdas e iteradas sin semántica alguna. Y entonces descubrí que me había acercado a los símbolos -que en realidad eran garabatos- por empatía, primero porque creí verme reflejado en ellos cuando aún pensaba que encerraban algún significado y porque realmente me ví reflejado en ellos cuando descubrí su verdadera naturaleza.

Vacío


No huyas de ese vacío que anega y angustia tu alma en cada momento de soledad. No lo evites ni lo niegues con una constante búsqueda de una compañía igualmente vacía, de una vacuidad ajena, que ni siquiera es tuya. Este vacío sí es tuyo, es parte de tí; es la clave, la respuesta a tus dudas, a tu continua agonía existencial. Este vacío es la respuesta a las lágrimas, a las tardes hueras, al ocaso interior. Este vacío no es un vacío, sino una fuente de respuestas. Este vacío es, en realidad, una metáfora formal de esas respuestas que se encuentran dentro de tí y que aún no has sido lo suficientemente maduro para escuchar ni asimilar.

No temas al vacío.

No temas al vacío. Enfréntate a él, ármate de valor, mírale a la cara, interrógale y no apartes el rostro cuando te hable. Ese vacío son los fantasmas. Tus fantasmas.

jueves, 2 de abril de 2009

Despedida


Lejos, muy lejos...

Ya me marcho de aquí. Lo dejo todo y no dejo nada, porque hice lo que tenía que hacer. Ya me marcho de aquí. Hice lo que tenía que hacer: viví solo, conviví, tuve un enemigo, tuve otro enemigo, amé, intenté hacer felices a los que quiero, fui feliz, sufrí, hice infeliz a algunas personas, cuidé de otras, serví de apoyo, supuse la transición para algunos hacia otra etapa de su vida y me valí de otros para que realizasen esa misma labor conmigo. Me equivoqué, me volví a equivocar, aprendí, algunas veces acerté, rectifiqué, saqué conclusiones, tiré algunas de ellas a la basura, actué contradictoriamente, actué consecuentemente, reconocí algunos de mis errores, ignoré otros, fui injusto con algunos de los que quise o quiero, algunos de ellos lo fueron también conmigo.Fui humano, fui frío, hice bien, hice mal y terminé llegando a este estado de conclusión, de finalización. Ni todo está hecho ni todo está dicho, pero ya no tengo nada que decir o hacer aquí.

Ya me marcho de aquí. Mejor dicho, ya me marché, porque esto sólo pudo ser escrito desde otro lugar.

Sentido




Las cosas no pueden seguir así. Hay que hacer algo con esta vida. A esta vida hay que deconstruirla, dividirla en miles de partes para montar con ellas otra figura diferente. Qué más da que sea mejor o peor que la anterior. Y quién es quién para decir que, objetivamente, lo es. Quién es alguien para ser objetivo. Somos objetivos, pero objetivos de los demás. Objetivos de un pensamiento subjetivo.

Emigrar. Desaparecer. Destruirse y comenzar de nuevo, hundirse en el abismo redentor de los vicios...destruir para crear. Entregarse al dolor con la misma predisposición con la que nos entregamos al placer, liberarse de la carga de la conciencia, liberarse del pasado, del yo, del ser. Ser sin ser el que se era. O, simplemente, no ser, sino sólamente existir.

Hay que romper, burlar, atacar, hacer daño, sufrir, temer, ignorar, arriesgar, lanzarse al vacío, corromperse, llorar, llorar mucho, llorar por fuera, llorar por dentro, golpear, gritar, decir todo lo que se piensa, actuar sin temor a las consecuencias y sin tener en cuenta las connotaciones morales de la acción. Recordar que esa moral fue ideada por otros tan contradictorios, parciales, y, tal vez, tan decadentes y corruptos como nosotros.

Nosotros. Yo, los demás, y tú. Sí, también tú, que lees estas líneas. No eres inocente, aunque lo creas, aunque te hayas engañado a tí mismo o te creas mejor que los que te rodean. Eres culpable, como el resto. Tal vez más o tal vez menos que ellos, pero culpable en cualquier caso. No te escandalices ni te ofendas por lo que estás leyendo. Todos llevamos el mal dentro de nosotros. Más o menos dentro, pero dentro al fin y al cabo. No te escandalices, porque esto no es ninguna novedad. Alguien lo pensó y lo dijo, hace mucho tiempo. Alguien pensó y dijo algo así hace mucho, mucho tiempo. Y de esa idea surgieron religiones.

¡Ah! ¡las religiones!, tan defectuosas y subjetivas como quienes las crearon, tan defectuosas y subjetivas como cualquiera de nosotros, como tú y como yo, que estoy escribiendo este texto subjetivo y defectuoso.

Dime qué deseas. Dime la verdad. No, eso que estás pensando no es la verdad; no eres capaz de responder ahora. Eso que te ha venido a la cabeza es lo que piensas que deseas, lo que te han enseñado a desear. Piensa, de verdad, en lo que deseas. O, mejor que pensar, destruye todo lo que eres y, solo cuando lo hayas hecho, solo entonces, respóndeme a la pregunta que te acabo de formular.

¿Qué sentido tiene todo esto? Estar aquí, existir, pasar en forma material por una existencia inmaterial, que valoramos de modo inversamente proporcional al valor absurdo que otorgamos a lo material. ¡Qué sentido tiene! Utilizamos la materia para construir herramientas y conceptos que nos lleven a lo inmaterial: "felicidad", dolor, "felicidad", sufrimiento, "felicidad", muerte...

...y continuamos sin entender lo inmaterial,lo que es, lo que significa, cómo se consigue.

Quizá dos de nuestras mejores invenciones hasta el momento sean el Azar y el Arte. Ninguna propone una solución, ambas asumen que no somos capaces de explicar nada y que nos dedicamos a reproducir, tal vez incluso cuando creamos. Creamos, pero quizá no estemos sino reproduciendo las ideas que pasaban por nuestra mente, quizá por ventura del Azar.

Arte y Azar. Ambas cuestionan, y a menudo pasan por encima de, la moral impuesta. El ser humano es tan estúpido como para pensar que sus conveniencias son válidas sólamente por el hecho de que provienen de él mismo, del ser superior del que se supone somos un ejemplo. Nada más inferior al hombre y ningún ejemplo mejor de no-desarrollo y prepotencia que él. Prepotencia como la que está dando a luz este texto.

Dime qué sentido tiene. Dime por qué hay que avanzar a través del mundo consciente para terminar en la inconsciencia de la no-existencia. Dime si no sería mejor no tener la consciencia, no vivir con ella, de que nuestra presencia aquí es temporal. Dime si no sería mejor no sentirse frustrado por estar a merced de algo desconocido y por ser incapaz siquiera de intuirlo. Dime que no resulta absurdo este ciclo de construcción-destrucción continua que termina con la -quizá- destrucción definitiva. Dime por qué es mejor pasar pasar muchas veces por este ciclo a lo largo de una vida que pasar una vez. Dime por qué es mejor pasar una vez que pasar muchas. Dime de qué sirve aprender por múltiples experiencias en la vida frente a los que no lo hacen.

Dime por qué es mejor ser feliz.

Dime de qué sirve lanzar continuamente preguntas que nunca serán contestadas plenamente y que sólo encontrarán respuestas defectuosas, incompletas y/o erróneas, tales como quienes las formulan, tales como quienes las responden. Dime por qué este ideario mío, que apenas es ideario y que apenas abarca unas líneas, vale más o menos que cualquier otro. Dime qué es verdad y qué es mentira y para que sirven. Dime por qué y para qué se existe. Dime por qué me encantan e hipnotizan la duda, la imperfección y el error.

Dime algo, si puedes, o, mejor, no digas nada y entra en mí durante unos minutos.

viernes, 30 de enero de 2009

El silencio

El silencio. Mi silencio. Tu silencio. El silencio de los dos. El silencio que perdura. El silencio que no cesa. El vacío sonoro lleno de sentido. Tus mirada fija. Tu mirada perdida. Tus ojos infinitos. Mis ojos cerrados. Tus labios cerrados. Tus labios rectos. Mis labios curvados hacia arriba como un cuarto de luna durmiente. La luna que alumbra tu sueño.

Tu sueño. Mi vida. Tu vida, mi sueño.

El despertar. El silencio que dura demasiado. El silencio que se alarga, que se estira impasible e indefinidamente. El silencio de goma que se deforma en un balbuceo incoherente, como todos los balbuceos.

El balbuceo. La impotencia. La incapacicdad para justificar la evidencia. El balbuceo. La mirada vidriosa. El llanto. La parálisis. Su cuerpo desnudo. La evidencia. Su presencia.

El silencio. El silencio que antes nos unía y que ahora nos separa. El tiempo que antes no importaba porque estábamos juntos y que ahora no importa porque ya no lo compartimos. El silencio. La noche que se ha quedado sin luz porque tú ya no alumbras mis días, casi tan oscuros como esa noche ciega. La noche ciega del ser sin rumbo. La noche ciega del muerto viviente que no está muerto y que tampoco vive. El muerto vivo que camina por un camino que no es un camino, el camino de su noche.

Y, al final de la noche, la luz indefinida. La luz indefinida del amor, del futuro o del día. O la luz indefinida de la no-noche: el reflejo invertido del nacimiento. Y, en el camino, los reflejos invertidos de los recuerdos. Reflejos que se funden con la noche y, a veces, desorientan o ciegan al caminante nocturno. Al vagante, al wendigo. Recuerdos. Reflejos. Recuerdos.

¿Y qué hay bajo los recuerdos?¿Qué los sostiene?

A los recuerdos los sostiene la Tierra.

Sí, la tierra. Tierra blanda, tierra húmeda que cede bajo los pies. Tierra oscura, olorosa, tibia. Tierra blanda, tierra de sueños, Tierra de Sueños. Tierra del camino que no es camino que se hunde bajo los pies. Tierra oscura, oscura como la noche del camino, del camino oscuro. Camino oscuro y pasos de silencio. De tu silencio. De mi silencio. De ese silencio que antes nos unía y ahora nos separa. De ese silencio que antes era nuestro y ahora es tuyo y es mío. De ese silencio que antes era nuestro y ahora ya no lo es. Que ahora ni siquiera es.

jueves, 22 de enero de 2009

Casta (Agosto de 2008)


El día de hoy ha traído una noticia que no por esperada ha dejado de ser triste. Este fin de semana nos dejó una persona especial, de aquellas con las que basta una conversación para recordar lo que debería significar ser humano, un modelo para los que aspiran a ser considerados como tales en todo el sentido de la palabra, y en la que, con sólo pensar, a uno le vienen a la mente casi instantáneamente reflexiones sobre lo absurdo de algunas actitudes con las que no hacemos otra cosa que derrochar estúpidamente el tiempo y olvidar quienes somos.

Es indiferente que haya nacido en otro tiempo y en unas circunstancias muy diferentes a las nuestras o que se haya educado bajo algunos clichés propios de la época y el medio en el que le tocó vivir. También son indiferentes sus creencias religiosas y lo sería en todo caso su ideología política. Afortunadamente, quedan personas -cada vez menos- cuya humanidad se encuentra por encima de todo eso. Casta falleció, en eso el destino ha sido justo con ella, en plena posesión de sus facultades mentales y en un envidiable estado físico para sus casi noventa años. A esa edad, se valía por si misma y aún seguía haciendo calceta. Su charla era agradable y en ningún momento cargante – estaba pendiente constantemente de los sentimientos de su interlocutor-. Su espíritu, respetuoso y comprensivo con las cosas que han cambiado a su alrededor a lo largo del tiempo, y sus principios, admirables en cuanto a lo que considera que debe primar a la hora de juzgar a un semejante. Desafortunadamente, no hice ningún retrato suyo durante este verano en la casa de Moreda, por lo cual, acompaña a este texto una de las vistas de las que se podía disfrutar al atardecer desde debajo de la parra situada en un lateral de la casa y que tuve la fortuna de compartir con ella.

Casta es la única persona que conozco personalmente que sé que ha muerto tranquila, satisfecha de haber hecho todo lo que pensaba que le estaba encomendado en este mundo. Ella me lo dijo en una de nuestras conversaciones, seguramente sabiendo ya lo que ninguno de nosotros conocíamos aún. Y su actitud, su tono de voz, sus gestos pausados, no hacían más que dar a sus palabras una credibilidad que, ciertamente, ni siquiera necesitaban. En un día en el que cada vez damos más valor a las cosas cuanto más vacuas, artificiosas y artificiales son, y en el que el significado de vocablos como humildad – entendida en el sentido de ser conscientes permanentemente de nuestra imperfección y de nuestros errores como medio para llegar a ser mejores en todos los sentidos- y empatía caen en el olvido (“Zero Empathy” sería un buen nombre para describir un hipotético filme sobre la vida actual), Casta se sentía tranquila y feliz de haberse ganado la vida honradamente, trabajado hasta la extenuación para sacar adelante a los suyos y, sobre todo, haberles inculcado, amén de la cultura del esfuerzo y el trabajo, y de la búsqueda del camino propio, la importancia primordial de ser –o de intentarlo con todas las fuerzas- buena persona, de sentir, pensar y actuar de un modo que dignifique y justifique nuestra autoimpuesta y tantas veces discutible posición de “raza superior” o “raza dominante”. Casta se expresaba de forma concisa y meditada, como corresponde a alguien de su edad, alguien que ha sabido encontrar su sitio en el mundo en el que vive y el modo de encontrarse bien consigo misma, cosas ambas que hoy suenan a utopía. Pero, como todas las grandes personas –y a fe que me consta que lo ha sido (no es necesario, de hecho, los personajes con estas cualidades casi nunca figuran en los anales de la historia donde se ensalzan otras características)-, lo mejor que ha dejado, amén de esa paz que irradiaba su presencia, es su obra. No conozco, exceptuando a mis padres y a mis hermanas (y esto, aunque cueste creerlo, no es ceguera amorosa filial, son opiniones vertidas por muchas personas provenientes del exterior a lo largo de los años), a mejores personas, en el mejor sentido posible, que las que componen su descendencia y su familia. Viéndoles, compartiendo momentos con ellos, uno se plantea lo insensato de tantos sentimientos injustificados de odio, envidia, avaricia, malas intenciones…que no se antojan más que una pérdida estúpida de tiempo en una vida de la que solemos tener en nuestra mano, olvidándonos muy a menudo de ello, la capacidad para conseguir convertirla en algo memorable. Contemplando la actitud de la gran mayoría, es inevitable derramar lágrimas, no sólo por su pérdida, sino por la sensación de que otro vestigio de lo que deberíamos ser, ha sido borrada de la faz de la Tierra. Para el consuelo queda su obra, una obra que se construye a sí misma permanentemente y permite albergar un hueco para la esperanza. Si se reconocen las artes plásticas, las escénicas…también se deberían reconocer las artes humanas, aquellas desempeñadas por las personas que consiguen hacer mejores a todos los que les rodean. Y, en este campo, Casta era una de las grandes.

Descansará en paz.

Las cuatro primeras horas en Lisboa (Agosto de 2008)


¿Cómo no hablar de literatura y existencialismo en Lisboa? Para siempre quedará grabadas en mi memoria las primeras cuatro horas que pasé en la ciudad. Apenas había terminado de bajarme del autobús. Eran las siete de la mañana de un domingo soleado y somnoliento, como todos los domingos. Una calle semidesierta en pleno centro de la urbe y una atmósfera taciturna y confusa alimentada por la falta de sueño a la que obligan los horarios marcianos de las ofertas de las compañías de vuelo. Me quedo solo en medio de la Avenida da Liberdade y despliego mi mapa, que agita esa brisa-viento fresco que siempre se levanta al amanecer y durante el crepúsculo en la ciudad de la luz. Mi objetivo: ubicar mi hotel y (lectura múltiple) a mi mismo. Ruidos de obras lejanas -si, en domingo - y el paso de alguna máquina de limpieza municipal zumban en mis oídos como una banda sonora de bienvenida de la capital para los recién llegados. Al poco rato, entre los ruidos, surge una voz masculina, grave y profunda, que habla con una cadencia increíblemente rítmica en portugués. Mi aturdimiento hace que tarde en darme cuenta de que está recitando. Los versos se repiten metronómicamente, con intervalos de silencio casi iguales y a un volumen cada vez mayor, todo dentro de una secuencia hipnótica de la que sólo recuerdo la palabra de mayor énfasis dentro de la declamación:

"Robusto".

Giro la cabeza y me encuentro con un hombre de estatura mediana tirando a baja, cabello rizado y abundante y descuidada barba moreno-canosa. Lleva la camisa algo más desabotonada de lo que marcan los hábitos de la corrección y, posiblemente, está borracho, aunque no parece ser un mendigo. Más bien, y dado también lo correcto de su dicción, un actor de teatro venido a menos. Abre los brazos en cruz y vuelve a cantar los mismos versos, con la misma cadencia, los mismos puntos de énfasis, con precisión y regularidad sorprendentes, casi hasta espeluznantes, irreales. Su voz comanda ahora la sinfonía urbana, acompañada por los sonidos del tráfico ocasional y de las obras. La brisa, que había cesado - al menos para mis sentidos -, reaparece, provocándome escalofríos, y una señora marcha a paso ligero por nuestro lado. Hipnotizado, soy demasiado lento a la hora de sacar la cámara para inmortalizar la imagen del metafísico poeta y, cuando la tengo en mis manos, este ya ha terminado su discurso y camina solitario y cabizbajo en dirección a la Plaza de Don Pedro IV, más conocida como Rossio. Él se ha ido, pero no la atmósfera que ha traído.

Localizo mi hotel a escasos metros de la parada del autobús. Está situado en la Rúa da Gloria. Para legar a él hay que subir el primer tramo de la empinadísima Calzada da Glória y girar a la derecha en la primera calle, pasando por un Sex-shop. Justo en la base de la Calzada se encuentra aparcado el vetusto funicular amarillo que sube la cuesta hacia el Barrio Alto. Son apenas cien metros de trayecto, pero muy poca gente lo hace caminando. El funicular "nº1" debe tener más de un siglo, y alguien ha pintarrajeado un horroroso graffiti rosa en uno de sus extremos. Descansa como un viejo y gran animal, al igual que el resto de la ciudad consciente, a la espera de que su conductor lo despierte y lo ponga a trabajar. El interior del hotel parece evocar un pasado de cierto empaque: forrado casi completamente de madera, y con un salón comedor decorado con grandes y elegantes muebles a la izquierda de la recepción, se torna aséptico, monótono y algo deprimente si se toma el camino de la derecha, el que conduce hacia el ascensor y la sala en la que se sirve el desayuno. Hasta las doce no podré entrar en mi habitación. Dejo mi equipaje más pesado en una sala destinada a ello y, cámara en ristre, me lanzo a recorrer los alrededores.

Tengo un plano pero, conscientemente, no lo utilizo, sino que me dejo guiar por mi mejor brújula cuando de viajar se trata: la de la curiosidad y la intución. Ellas me llevarán a lo que luego resultará ser la Plaza de Figueira, y por allí comienzan a desfilar ante mis ojos los habitantes de la Lisboa fantasma y subconsciente: borrachos que descansan en bancos, ancianos desocupados (a veces me parece que ambos términos son sinónimos) de mirada extraviada; cojos, mutilados, personajes - muchos- que se desplazan en silla de ruedas o ayudados por muletas. Mendigos de tez morena maquillada por una capa de negra mugre y expresión huraña, inmigrantes africanos y árabes que conversan en parejas o tríos en las esquinas, muchas veces en voz baja; y prostitutas que no se sabe si tratan de disfrutar de los primeros rayos de sol o buscar una última fuente de ingresos antes de que termine la jornada. Todos ellos conforman la población translúcida, aquella que sólo es visible en estos momentos del día, que desaparece engullida por la multitud hambrienta y devastadora de turistas y va siendo olvidada a medida que las manecillas del reloj avanzan para volver a erigirse protagonista de la vida a lo largo de la madrugada. Mientras ese momento llega,se convierten en parte discreta pero esencial de la arquitectura y el mobiliario urbano, presentes pero desapercibidos.

Mis ojos me llevan tras un hombre de avanzada edad, calvo y de aspecto bastante descuidado, que carga con el caballete y los utensilios típicos de un pintor. Llegamos a un parque, y el hombre se sienta a leer el periódico en un banco. La brisa se ha esfumado en esta zona y el calor empieza a hacer que la atmósfera, cargada de humedad por la cercanía del Tajo (o del Tejo, como allí es llamado) se torne sofocante. Le observo durante un rato y doy la vuelta por el otro lado del parque, donde una mujer murmura ininteligiblemente mientras simula lavarse en una fuente de piedra de moderno diseño, acción que repite en varias ocasiones. Lleva un vestido de gasa. Se descalza y agacha la cabeza: el cabello sucio y enmarañado cubre su rostro casi completamente. Se acerca a la fuente, mira sin ver a su alrededor y vuelve a repetir el mismo ritual. Antes de este encuentro, he topado con el primero de dos sucesos que parecen sacados de un libro de malos augurios: una paloma yace muerta bocabajo, con las alas abiertas en cruz, sobre el césped. Continuando mi camino, mi reaparición en la Plaza de Rossio trae consigo el segundo acontecimiento (casi) funesto: un perro es atropellado por un conductor que se da a la fuga. Afortunadamente, el auto sólo impacta contra los cuartos traseros del animal con un golpe seco y de sonido plástico, que provoca un eco que llena la plaza, pero resulta imposible borrar de la memoria el sonido del golpe y el llanto y los agudísimos quejidos de la pobre víctima, que no cesan hasta un rato después de que su dueño lo haya cogido en brazos, abrazado, acariciado y cubierto de besos.

Mi brújula emocional decide que ha llegado el momento de cambiar de dirección. La sorpresa, el desconcierto y el sueño consciente estaban derivando en un spleen que ya se había apropiado hasta de la última fibra nerviosa de mi cuerpo. Mis pasos me guían ahora hacia la Plaza do Comercio, y el tránsito hacia ella es como el paso de la noche al día. En primer lugar, me topo con un matrimonio y su hijo en un atuendo típico de las primeras décadas del siglo pasado. Miro a mi alrededor y descubro a tres o cuatro personas más vestidas de la misma guisa. Al fondo, una maraña de cables, armazones de hierro y cámaras, y una claqueta en manos de una mujer esperando ser cerrada mientras un hombre de pelo negro, haciendo grandes aspavientos, da las últimas instrucciones a uno de los jóvenes actores. Me alejo de la escena y me adentro en la plaza, que agota los últimos instantes del Festival de los Océanos, pero aún sigue teñida de color. Sobre el escenario vacío suena música disco, contundente y agradable, dos jóvenes juegan al basket y un señor con una gorra de las de siempre reparte su tiempo entre un juego que consiste en lanzar discos de madera a un tablero cuadriculado -también de madera- con puntuaciones en cada cuadro y un futbolín al que, obviamente, se dedica con menos pasión.

Convivir exclusivamente con uno mismo llega a ser desesperante y, en la mayoría de las veces, conduce a lo que se conoce como locura. Esta es la realidad, como real es la relatividad del término "locura".

Una señora cargada con una bolsa de la compra cruza por el espacio existente entre el hombre y el autor de estas líneas e intercambia unas palabras con él. El hombre ríe y la mujer se aleja meneando la cabeza a ambos lados y hablando sola. También me dice algo que no alcanzo a entender, aunque intuyo no muy agradable. Paseo con algo de desgana, provocada por el agotamiento y la intensidad de los acontecimientos anteriores, por el mercadillo montado en los soportales de la plaza, haciendo tiempo hasta la hora de entrada en el hotel y, ya de camino a él, como cerrando un ciclo onírico, una mulata, envuelta en una chilaba gris y con rastas en el pelo, se para en el centro de un cruce, abre los brazos en cruz y, como hizo su predecesor, empieza a recitar, de forma, eso sí, menos inteligible que él. Cuando, por fin, entro en la habitación, siento haber despertado. Empiezo a situarme en esta ciudad, aunque sigo desubicado en este mundo.