jueves, 22 de enero de 2009

Las cuatro primeras horas en Lisboa (Agosto de 2008)


¿Cómo no hablar de literatura y existencialismo en Lisboa? Para siempre quedará grabadas en mi memoria las primeras cuatro horas que pasé en la ciudad. Apenas había terminado de bajarme del autobús. Eran las siete de la mañana de un domingo soleado y somnoliento, como todos los domingos. Una calle semidesierta en pleno centro de la urbe y una atmósfera taciturna y confusa alimentada por la falta de sueño a la que obligan los horarios marcianos de las ofertas de las compañías de vuelo. Me quedo solo en medio de la Avenida da Liberdade y despliego mi mapa, que agita esa brisa-viento fresco que siempre se levanta al amanecer y durante el crepúsculo en la ciudad de la luz. Mi objetivo: ubicar mi hotel y (lectura múltiple) a mi mismo. Ruidos de obras lejanas -si, en domingo - y el paso de alguna máquina de limpieza municipal zumban en mis oídos como una banda sonora de bienvenida de la capital para los recién llegados. Al poco rato, entre los ruidos, surge una voz masculina, grave y profunda, que habla con una cadencia increíblemente rítmica en portugués. Mi aturdimiento hace que tarde en darme cuenta de que está recitando. Los versos se repiten metronómicamente, con intervalos de silencio casi iguales y a un volumen cada vez mayor, todo dentro de una secuencia hipnótica de la que sólo recuerdo la palabra de mayor énfasis dentro de la declamación:

"Robusto".

Giro la cabeza y me encuentro con un hombre de estatura mediana tirando a baja, cabello rizado y abundante y descuidada barba moreno-canosa. Lleva la camisa algo más desabotonada de lo que marcan los hábitos de la corrección y, posiblemente, está borracho, aunque no parece ser un mendigo. Más bien, y dado también lo correcto de su dicción, un actor de teatro venido a menos. Abre los brazos en cruz y vuelve a cantar los mismos versos, con la misma cadencia, los mismos puntos de énfasis, con precisión y regularidad sorprendentes, casi hasta espeluznantes, irreales. Su voz comanda ahora la sinfonía urbana, acompañada por los sonidos del tráfico ocasional y de las obras. La brisa, que había cesado - al menos para mis sentidos -, reaparece, provocándome escalofríos, y una señora marcha a paso ligero por nuestro lado. Hipnotizado, soy demasiado lento a la hora de sacar la cámara para inmortalizar la imagen del metafísico poeta y, cuando la tengo en mis manos, este ya ha terminado su discurso y camina solitario y cabizbajo en dirección a la Plaza de Don Pedro IV, más conocida como Rossio. Él se ha ido, pero no la atmósfera que ha traído.

Localizo mi hotel a escasos metros de la parada del autobús. Está situado en la Rúa da Gloria. Para legar a él hay que subir el primer tramo de la empinadísima Calzada da Glória y girar a la derecha en la primera calle, pasando por un Sex-shop. Justo en la base de la Calzada se encuentra aparcado el vetusto funicular amarillo que sube la cuesta hacia el Barrio Alto. Son apenas cien metros de trayecto, pero muy poca gente lo hace caminando. El funicular "nº1" debe tener más de un siglo, y alguien ha pintarrajeado un horroroso graffiti rosa en uno de sus extremos. Descansa como un viejo y gran animal, al igual que el resto de la ciudad consciente, a la espera de que su conductor lo despierte y lo ponga a trabajar. El interior del hotel parece evocar un pasado de cierto empaque: forrado casi completamente de madera, y con un salón comedor decorado con grandes y elegantes muebles a la izquierda de la recepción, se torna aséptico, monótono y algo deprimente si se toma el camino de la derecha, el que conduce hacia el ascensor y la sala en la que se sirve el desayuno. Hasta las doce no podré entrar en mi habitación. Dejo mi equipaje más pesado en una sala destinada a ello y, cámara en ristre, me lanzo a recorrer los alrededores.

Tengo un plano pero, conscientemente, no lo utilizo, sino que me dejo guiar por mi mejor brújula cuando de viajar se trata: la de la curiosidad y la intución. Ellas me llevarán a lo que luego resultará ser la Plaza de Figueira, y por allí comienzan a desfilar ante mis ojos los habitantes de la Lisboa fantasma y subconsciente: borrachos que descansan en bancos, ancianos desocupados (a veces me parece que ambos términos son sinónimos) de mirada extraviada; cojos, mutilados, personajes - muchos- que se desplazan en silla de ruedas o ayudados por muletas. Mendigos de tez morena maquillada por una capa de negra mugre y expresión huraña, inmigrantes africanos y árabes que conversan en parejas o tríos en las esquinas, muchas veces en voz baja; y prostitutas que no se sabe si tratan de disfrutar de los primeros rayos de sol o buscar una última fuente de ingresos antes de que termine la jornada. Todos ellos conforman la población translúcida, aquella que sólo es visible en estos momentos del día, que desaparece engullida por la multitud hambrienta y devastadora de turistas y va siendo olvidada a medida que las manecillas del reloj avanzan para volver a erigirse protagonista de la vida a lo largo de la madrugada. Mientras ese momento llega,se convierten en parte discreta pero esencial de la arquitectura y el mobiliario urbano, presentes pero desapercibidos.

Mis ojos me llevan tras un hombre de avanzada edad, calvo y de aspecto bastante descuidado, que carga con el caballete y los utensilios típicos de un pintor. Llegamos a un parque, y el hombre se sienta a leer el periódico en un banco. La brisa se ha esfumado en esta zona y el calor empieza a hacer que la atmósfera, cargada de humedad por la cercanía del Tajo (o del Tejo, como allí es llamado) se torne sofocante. Le observo durante un rato y doy la vuelta por el otro lado del parque, donde una mujer murmura ininteligiblemente mientras simula lavarse en una fuente de piedra de moderno diseño, acción que repite en varias ocasiones. Lleva un vestido de gasa. Se descalza y agacha la cabeza: el cabello sucio y enmarañado cubre su rostro casi completamente. Se acerca a la fuente, mira sin ver a su alrededor y vuelve a repetir el mismo ritual. Antes de este encuentro, he topado con el primero de dos sucesos que parecen sacados de un libro de malos augurios: una paloma yace muerta bocabajo, con las alas abiertas en cruz, sobre el césped. Continuando mi camino, mi reaparición en la Plaza de Rossio trae consigo el segundo acontecimiento (casi) funesto: un perro es atropellado por un conductor que se da a la fuga. Afortunadamente, el auto sólo impacta contra los cuartos traseros del animal con un golpe seco y de sonido plástico, que provoca un eco que llena la plaza, pero resulta imposible borrar de la memoria el sonido del golpe y el llanto y los agudísimos quejidos de la pobre víctima, que no cesan hasta un rato después de que su dueño lo haya cogido en brazos, abrazado, acariciado y cubierto de besos.

Mi brújula emocional decide que ha llegado el momento de cambiar de dirección. La sorpresa, el desconcierto y el sueño consciente estaban derivando en un spleen que ya se había apropiado hasta de la última fibra nerviosa de mi cuerpo. Mis pasos me guían ahora hacia la Plaza do Comercio, y el tránsito hacia ella es como el paso de la noche al día. En primer lugar, me topo con un matrimonio y su hijo en un atuendo típico de las primeras décadas del siglo pasado. Miro a mi alrededor y descubro a tres o cuatro personas más vestidas de la misma guisa. Al fondo, una maraña de cables, armazones de hierro y cámaras, y una claqueta en manos de una mujer esperando ser cerrada mientras un hombre de pelo negro, haciendo grandes aspavientos, da las últimas instrucciones a uno de los jóvenes actores. Me alejo de la escena y me adentro en la plaza, que agota los últimos instantes del Festival de los Océanos, pero aún sigue teñida de color. Sobre el escenario vacío suena música disco, contundente y agradable, dos jóvenes juegan al basket y un señor con una gorra de las de siempre reparte su tiempo entre un juego que consiste en lanzar discos de madera a un tablero cuadriculado -también de madera- con puntuaciones en cada cuadro y un futbolín al que, obviamente, se dedica con menos pasión.

Convivir exclusivamente con uno mismo llega a ser desesperante y, en la mayoría de las veces, conduce a lo que se conoce como locura. Esta es la realidad, como real es la relatividad del término "locura".

Una señora cargada con una bolsa de la compra cruza por el espacio existente entre el hombre y el autor de estas líneas e intercambia unas palabras con él. El hombre ríe y la mujer se aleja meneando la cabeza a ambos lados y hablando sola. También me dice algo que no alcanzo a entender, aunque intuyo no muy agradable. Paseo con algo de desgana, provocada por el agotamiento y la intensidad de los acontecimientos anteriores, por el mercadillo montado en los soportales de la plaza, haciendo tiempo hasta la hora de entrada en el hotel y, ya de camino a él, como cerrando un ciclo onírico, una mulata, envuelta en una chilaba gris y con rastas en el pelo, se para en el centro de un cruce, abre los brazos en cruz y, como hizo su predecesor, empieza a recitar, de forma, eso sí, menos inteligible que él. Cuando, por fin, entro en la habitación, siento haber despertado. Empiezo a situarme en esta ciudad, aunque sigo desubicado en este mundo.

1 comentario: