El día de hoy ha traído una noticia que no por esperada ha dejado de ser triste. Este fin de semana nos dejó una persona especial, de aquellas con las que basta una conversación para recordar lo que debería significar ser humano, un modelo para los que aspiran a ser considerados como tales en todo el sentido de la palabra, y en la que, con sólo pensar, a uno le vienen a la mente casi instantáneamente reflexiones sobre lo absurdo de algunas actitudes con las que no hacemos otra cosa que derrochar estúpidamente el tiempo y olvidar quienes somos.
Es indiferente que haya nacido en otro tiempo y en unas circunstancias muy diferentes a las nuestras o que se haya educado bajo algunos clichés propios de la época y el medio en el que le tocó vivir. También son indiferentes sus creencias religiosas y lo sería en todo caso su ideología política. Afortunadamente, quedan personas -cada vez menos- cuya humanidad se encuentra por encima de todo eso. Casta falleció, en eso el destino ha sido justo con ella, en plena posesión de sus facultades mentales y en un envidiable estado físico para sus casi noventa años. A esa edad, se valía por si misma y aún seguía haciendo calceta. Su charla era agradable y en ningún momento cargante – estaba pendiente constantemente de los sentimientos de su interlocutor-. Su espíritu, respetuoso y comprensivo con las cosas que han cambiado a su alrededor a lo largo del tiempo, y sus principios, admirables en cuanto a lo que considera que debe primar a la hora de juzgar a un semejante. Desafortunadamente, no hice ningún retrato suyo durante este verano en la casa de Moreda, por lo cual, acompaña a este texto una de las vistas de las que se podía disfrutar al atardecer desde debajo de la parra situada en un lateral de la casa y que tuve la fortuna de compartir con ella.
Casta es la única persona que conozco personalmente que sé que ha muerto tranquila, satisfecha de haber hecho todo lo que pensaba que le estaba encomendado en este mundo. Ella me lo dijo en una de nuestras conversaciones, seguramente sabiendo ya lo que ninguno de nosotros conocíamos aún. Y su actitud, su tono de voz, sus gestos pausados, no hacían más que dar a sus palabras una credibilidad que, ciertamente, ni siquiera necesitaban. En un día en el que cada vez damos más valor a las cosas cuanto más vacuas, artificiosas y artificiales son, y en el que el significado de vocablos como humildad – entendida en el sentido de ser conscientes permanentemente de nuestra imperfección y de nuestros errores como medio para llegar a ser mejores en todos los sentidos- y empatía caen en el olvido (“Zero Empathy” sería un buen nombre para describir un hipotético filme sobre la vida actual), Casta se sentía tranquila y feliz de haberse ganado la vida honradamente, trabajado hasta la extenuación para sacar adelante a los suyos y, sobre todo, haberles inculcado, amén de la cultura del esfuerzo y el trabajo, y de la búsqueda del camino propio, la importancia primordial de ser –o de intentarlo con todas las fuerzas- buena persona, de sentir, pensar y actuar de un modo que dignifique y justifique nuestra autoimpuesta y tantas veces discutible posición de “raza superior” o “raza dominante”. Casta se expresaba de forma concisa y meditada, como corresponde a alguien de su edad, alguien que ha sabido encontrar su sitio en el mundo en el que vive y el modo de encontrarse bien consigo misma, cosas ambas que hoy suenan a utopía. Pero, como todas las grandes personas –y a fe que me consta que lo ha sido (no es necesario, de hecho, los personajes con estas cualidades casi nunca figuran en los anales de la historia donde se ensalzan otras características)-, lo mejor que ha dejado, amén de esa paz que irradiaba su presencia, es su obra. No conozco, exceptuando a mis padres y a mis hermanas (y esto, aunque cueste creerlo, no es ceguera amorosa filial, son opiniones vertidas por muchas personas provenientes del exterior a lo largo de los años), a mejores personas, en el mejor sentido posible, que las que componen su descendencia y su familia. Viéndoles, compartiendo momentos con ellos, uno se plantea lo insensato de tantos sentimientos injustificados de odio, envidia, avaricia, malas intenciones…que no se antojan más que una pérdida estúpida de tiempo en una vida de la que solemos tener en nuestra mano, olvidándonos muy a menudo de ello, la capacidad para conseguir convertirla en algo memorable. Contemplando la actitud de la gran mayoría, es inevitable derramar lágrimas, no sólo por su pérdida, sino por la sensación de que otro vestigio de lo que deberíamos ser, ha sido borrada de la faz de la Tierra. Para el consuelo queda su obra, una obra que se construye a sí misma permanentemente y permite albergar un hueco para la esperanza. Si se reconocen las artes plásticas, las escénicas…también se deberían reconocer las artes humanas, aquellas desempeñadas por las personas que consiguen hacer mejores a todos los que les rodean. Y, en este campo, Casta era una de las grandes.
Descansará en paz.
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