viernes, 30 de enero de 2009

El silencio

El silencio. Mi silencio. Tu silencio. El silencio de los dos. El silencio que perdura. El silencio que no cesa. El vacío sonoro lleno de sentido. Tus mirada fija. Tu mirada perdida. Tus ojos infinitos. Mis ojos cerrados. Tus labios cerrados. Tus labios rectos. Mis labios curvados hacia arriba como un cuarto de luna durmiente. La luna que alumbra tu sueño.

Tu sueño. Mi vida. Tu vida, mi sueño.

El despertar. El silencio que dura demasiado. El silencio que se alarga, que se estira impasible e indefinidamente. El silencio de goma que se deforma en un balbuceo incoherente, como todos los balbuceos.

El balbuceo. La impotencia. La incapacicdad para justificar la evidencia. El balbuceo. La mirada vidriosa. El llanto. La parálisis. Su cuerpo desnudo. La evidencia. Su presencia.

El silencio. El silencio que antes nos unía y que ahora nos separa. El tiempo que antes no importaba porque estábamos juntos y que ahora no importa porque ya no lo compartimos. El silencio. La noche que se ha quedado sin luz porque tú ya no alumbras mis días, casi tan oscuros como esa noche ciega. La noche ciega del ser sin rumbo. La noche ciega del muerto viviente que no está muerto y que tampoco vive. El muerto vivo que camina por un camino que no es un camino, el camino de su noche.

Y, al final de la noche, la luz indefinida. La luz indefinida del amor, del futuro o del día. O la luz indefinida de la no-noche: el reflejo invertido del nacimiento. Y, en el camino, los reflejos invertidos de los recuerdos. Reflejos que se funden con la noche y, a veces, desorientan o ciegan al caminante nocturno. Al vagante, al wendigo. Recuerdos. Reflejos. Recuerdos.

¿Y qué hay bajo los recuerdos?¿Qué los sostiene?

A los recuerdos los sostiene la Tierra.

Sí, la tierra. Tierra blanda, tierra húmeda que cede bajo los pies. Tierra oscura, olorosa, tibia. Tierra blanda, tierra de sueños, Tierra de Sueños. Tierra del camino que no es camino que se hunde bajo los pies. Tierra oscura, oscura como la noche del camino, del camino oscuro. Camino oscuro y pasos de silencio. De tu silencio. De mi silencio. De ese silencio que antes nos unía y ahora nos separa. De ese silencio que antes era nuestro y ahora es tuyo y es mío. De ese silencio que antes era nuestro y ahora ya no lo es. Que ahora ni siquiera es.

jueves, 22 de enero de 2009

Casta (Agosto de 2008)


El día de hoy ha traído una noticia que no por esperada ha dejado de ser triste. Este fin de semana nos dejó una persona especial, de aquellas con las que basta una conversación para recordar lo que debería significar ser humano, un modelo para los que aspiran a ser considerados como tales en todo el sentido de la palabra, y en la que, con sólo pensar, a uno le vienen a la mente casi instantáneamente reflexiones sobre lo absurdo de algunas actitudes con las que no hacemos otra cosa que derrochar estúpidamente el tiempo y olvidar quienes somos.

Es indiferente que haya nacido en otro tiempo y en unas circunstancias muy diferentes a las nuestras o que se haya educado bajo algunos clichés propios de la época y el medio en el que le tocó vivir. También son indiferentes sus creencias religiosas y lo sería en todo caso su ideología política. Afortunadamente, quedan personas -cada vez menos- cuya humanidad se encuentra por encima de todo eso. Casta falleció, en eso el destino ha sido justo con ella, en plena posesión de sus facultades mentales y en un envidiable estado físico para sus casi noventa años. A esa edad, se valía por si misma y aún seguía haciendo calceta. Su charla era agradable y en ningún momento cargante – estaba pendiente constantemente de los sentimientos de su interlocutor-. Su espíritu, respetuoso y comprensivo con las cosas que han cambiado a su alrededor a lo largo del tiempo, y sus principios, admirables en cuanto a lo que considera que debe primar a la hora de juzgar a un semejante. Desafortunadamente, no hice ningún retrato suyo durante este verano en la casa de Moreda, por lo cual, acompaña a este texto una de las vistas de las que se podía disfrutar al atardecer desde debajo de la parra situada en un lateral de la casa y que tuve la fortuna de compartir con ella.

Casta es la única persona que conozco personalmente que sé que ha muerto tranquila, satisfecha de haber hecho todo lo que pensaba que le estaba encomendado en este mundo. Ella me lo dijo en una de nuestras conversaciones, seguramente sabiendo ya lo que ninguno de nosotros conocíamos aún. Y su actitud, su tono de voz, sus gestos pausados, no hacían más que dar a sus palabras una credibilidad que, ciertamente, ni siquiera necesitaban. En un día en el que cada vez damos más valor a las cosas cuanto más vacuas, artificiosas y artificiales son, y en el que el significado de vocablos como humildad – entendida en el sentido de ser conscientes permanentemente de nuestra imperfección y de nuestros errores como medio para llegar a ser mejores en todos los sentidos- y empatía caen en el olvido (“Zero Empathy” sería un buen nombre para describir un hipotético filme sobre la vida actual), Casta se sentía tranquila y feliz de haberse ganado la vida honradamente, trabajado hasta la extenuación para sacar adelante a los suyos y, sobre todo, haberles inculcado, amén de la cultura del esfuerzo y el trabajo, y de la búsqueda del camino propio, la importancia primordial de ser –o de intentarlo con todas las fuerzas- buena persona, de sentir, pensar y actuar de un modo que dignifique y justifique nuestra autoimpuesta y tantas veces discutible posición de “raza superior” o “raza dominante”. Casta se expresaba de forma concisa y meditada, como corresponde a alguien de su edad, alguien que ha sabido encontrar su sitio en el mundo en el que vive y el modo de encontrarse bien consigo misma, cosas ambas que hoy suenan a utopía. Pero, como todas las grandes personas –y a fe que me consta que lo ha sido (no es necesario, de hecho, los personajes con estas cualidades casi nunca figuran en los anales de la historia donde se ensalzan otras características)-, lo mejor que ha dejado, amén de esa paz que irradiaba su presencia, es su obra. No conozco, exceptuando a mis padres y a mis hermanas (y esto, aunque cueste creerlo, no es ceguera amorosa filial, son opiniones vertidas por muchas personas provenientes del exterior a lo largo de los años), a mejores personas, en el mejor sentido posible, que las que componen su descendencia y su familia. Viéndoles, compartiendo momentos con ellos, uno se plantea lo insensato de tantos sentimientos injustificados de odio, envidia, avaricia, malas intenciones…que no se antojan más que una pérdida estúpida de tiempo en una vida de la que solemos tener en nuestra mano, olvidándonos muy a menudo de ello, la capacidad para conseguir convertirla en algo memorable. Contemplando la actitud de la gran mayoría, es inevitable derramar lágrimas, no sólo por su pérdida, sino por la sensación de que otro vestigio de lo que deberíamos ser, ha sido borrada de la faz de la Tierra. Para el consuelo queda su obra, una obra que se construye a sí misma permanentemente y permite albergar un hueco para la esperanza. Si se reconocen las artes plásticas, las escénicas…también se deberían reconocer las artes humanas, aquellas desempeñadas por las personas que consiguen hacer mejores a todos los que les rodean. Y, en este campo, Casta era una de las grandes.

Descansará en paz.

Las cuatro primeras horas en Lisboa (Agosto de 2008)


¿Cómo no hablar de literatura y existencialismo en Lisboa? Para siempre quedará grabadas en mi memoria las primeras cuatro horas que pasé en la ciudad. Apenas había terminado de bajarme del autobús. Eran las siete de la mañana de un domingo soleado y somnoliento, como todos los domingos. Una calle semidesierta en pleno centro de la urbe y una atmósfera taciturna y confusa alimentada por la falta de sueño a la que obligan los horarios marcianos de las ofertas de las compañías de vuelo. Me quedo solo en medio de la Avenida da Liberdade y despliego mi mapa, que agita esa brisa-viento fresco que siempre se levanta al amanecer y durante el crepúsculo en la ciudad de la luz. Mi objetivo: ubicar mi hotel y (lectura múltiple) a mi mismo. Ruidos de obras lejanas -si, en domingo - y el paso de alguna máquina de limpieza municipal zumban en mis oídos como una banda sonora de bienvenida de la capital para los recién llegados. Al poco rato, entre los ruidos, surge una voz masculina, grave y profunda, que habla con una cadencia increíblemente rítmica en portugués. Mi aturdimiento hace que tarde en darme cuenta de que está recitando. Los versos se repiten metronómicamente, con intervalos de silencio casi iguales y a un volumen cada vez mayor, todo dentro de una secuencia hipnótica de la que sólo recuerdo la palabra de mayor énfasis dentro de la declamación:

"Robusto".

Giro la cabeza y me encuentro con un hombre de estatura mediana tirando a baja, cabello rizado y abundante y descuidada barba moreno-canosa. Lleva la camisa algo más desabotonada de lo que marcan los hábitos de la corrección y, posiblemente, está borracho, aunque no parece ser un mendigo. Más bien, y dado también lo correcto de su dicción, un actor de teatro venido a menos. Abre los brazos en cruz y vuelve a cantar los mismos versos, con la misma cadencia, los mismos puntos de énfasis, con precisión y regularidad sorprendentes, casi hasta espeluznantes, irreales. Su voz comanda ahora la sinfonía urbana, acompañada por los sonidos del tráfico ocasional y de las obras. La brisa, que había cesado - al menos para mis sentidos -, reaparece, provocándome escalofríos, y una señora marcha a paso ligero por nuestro lado. Hipnotizado, soy demasiado lento a la hora de sacar la cámara para inmortalizar la imagen del metafísico poeta y, cuando la tengo en mis manos, este ya ha terminado su discurso y camina solitario y cabizbajo en dirección a la Plaza de Don Pedro IV, más conocida como Rossio. Él se ha ido, pero no la atmósfera que ha traído.

Localizo mi hotel a escasos metros de la parada del autobús. Está situado en la Rúa da Gloria. Para legar a él hay que subir el primer tramo de la empinadísima Calzada da Glória y girar a la derecha en la primera calle, pasando por un Sex-shop. Justo en la base de la Calzada se encuentra aparcado el vetusto funicular amarillo que sube la cuesta hacia el Barrio Alto. Son apenas cien metros de trayecto, pero muy poca gente lo hace caminando. El funicular "nº1" debe tener más de un siglo, y alguien ha pintarrajeado un horroroso graffiti rosa en uno de sus extremos. Descansa como un viejo y gran animal, al igual que el resto de la ciudad consciente, a la espera de que su conductor lo despierte y lo ponga a trabajar. El interior del hotel parece evocar un pasado de cierto empaque: forrado casi completamente de madera, y con un salón comedor decorado con grandes y elegantes muebles a la izquierda de la recepción, se torna aséptico, monótono y algo deprimente si se toma el camino de la derecha, el que conduce hacia el ascensor y la sala en la que se sirve el desayuno. Hasta las doce no podré entrar en mi habitación. Dejo mi equipaje más pesado en una sala destinada a ello y, cámara en ristre, me lanzo a recorrer los alrededores.

Tengo un plano pero, conscientemente, no lo utilizo, sino que me dejo guiar por mi mejor brújula cuando de viajar se trata: la de la curiosidad y la intución. Ellas me llevarán a lo que luego resultará ser la Plaza de Figueira, y por allí comienzan a desfilar ante mis ojos los habitantes de la Lisboa fantasma y subconsciente: borrachos que descansan en bancos, ancianos desocupados (a veces me parece que ambos términos son sinónimos) de mirada extraviada; cojos, mutilados, personajes - muchos- que se desplazan en silla de ruedas o ayudados por muletas. Mendigos de tez morena maquillada por una capa de negra mugre y expresión huraña, inmigrantes africanos y árabes que conversan en parejas o tríos en las esquinas, muchas veces en voz baja; y prostitutas que no se sabe si tratan de disfrutar de los primeros rayos de sol o buscar una última fuente de ingresos antes de que termine la jornada. Todos ellos conforman la población translúcida, aquella que sólo es visible en estos momentos del día, que desaparece engullida por la multitud hambrienta y devastadora de turistas y va siendo olvidada a medida que las manecillas del reloj avanzan para volver a erigirse protagonista de la vida a lo largo de la madrugada. Mientras ese momento llega,se convierten en parte discreta pero esencial de la arquitectura y el mobiliario urbano, presentes pero desapercibidos.

Mis ojos me llevan tras un hombre de avanzada edad, calvo y de aspecto bastante descuidado, que carga con el caballete y los utensilios típicos de un pintor. Llegamos a un parque, y el hombre se sienta a leer el periódico en un banco. La brisa se ha esfumado en esta zona y el calor empieza a hacer que la atmósfera, cargada de humedad por la cercanía del Tajo (o del Tejo, como allí es llamado) se torne sofocante. Le observo durante un rato y doy la vuelta por el otro lado del parque, donde una mujer murmura ininteligiblemente mientras simula lavarse en una fuente de piedra de moderno diseño, acción que repite en varias ocasiones. Lleva un vestido de gasa. Se descalza y agacha la cabeza: el cabello sucio y enmarañado cubre su rostro casi completamente. Se acerca a la fuente, mira sin ver a su alrededor y vuelve a repetir el mismo ritual. Antes de este encuentro, he topado con el primero de dos sucesos que parecen sacados de un libro de malos augurios: una paloma yace muerta bocabajo, con las alas abiertas en cruz, sobre el césped. Continuando mi camino, mi reaparición en la Plaza de Rossio trae consigo el segundo acontecimiento (casi) funesto: un perro es atropellado por un conductor que se da a la fuga. Afortunadamente, el auto sólo impacta contra los cuartos traseros del animal con un golpe seco y de sonido plástico, que provoca un eco que llena la plaza, pero resulta imposible borrar de la memoria el sonido del golpe y el llanto y los agudísimos quejidos de la pobre víctima, que no cesan hasta un rato después de que su dueño lo haya cogido en brazos, abrazado, acariciado y cubierto de besos.

Mi brújula emocional decide que ha llegado el momento de cambiar de dirección. La sorpresa, el desconcierto y el sueño consciente estaban derivando en un spleen que ya se había apropiado hasta de la última fibra nerviosa de mi cuerpo. Mis pasos me guían ahora hacia la Plaza do Comercio, y el tránsito hacia ella es como el paso de la noche al día. En primer lugar, me topo con un matrimonio y su hijo en un atuendo típico de las primeras décadas del siglo pasado. Miro a mi alrededor y descubro a tres o cuatro personas más vestidas de la misma guisa. Al fondo, una maraña de cables, armazones de hierro y cámaras, y una claqueta en manos de una mujer esperando ser cerrada mientras un hombre de pelo negro, haciendo grandes aspavientos, da las últimas instrucciones a uno de los jóvenes actores. Me alejo de la escena y me adentro en la plaza, que agota los últimos instantes del Festival de los Océanos, pero aún sigue teñida de color. Sobre el escenario vacío suena música disco, contundente y agradable, dos jóvenes juegan al basket y un señor con una gorra de las de siempre reparte su tiempo entre un juego que consiste en lanzar discos de madera a un tablero cuadriculado -también de madera- con puntuaciones en cada cuadro y un futbolín al que, obviamente, se dedica con menos pasión.

Convivir exclusivamente con uno mismo llega a ser desesperante y, en la mayoría de las veces, conduce a lo que se conoce como locura. Esta es la realidad, como real es la relatividad del término "locura".

Una señora cargada con una bolsa de la compra cruza por el espacio existente entre el hombre y el autor de estas líneas e intercambia unas palabras con él. El hombre ríe y la mujer se aleja meneando la cabeza a ambos lados y hablando sola. También me dice algo que no alcanzo a entender, aunque intuyo no muy agradable. Paseo con algo de desgana, provocada por el agotamiento y la intensidad de los acontecimientos anteriores, por el mercadillo montado en los soportales de la plaza, haciendo tiempo hasta la hora de entrada en el hotel y, ya de camino a él, como cerrando un ciclo onírico, una mulata, envuelta en una chilaba gris y con rastas en el pelo, se para en el centro de un cruce, abre los brazos en cruz y, como hizo su predecesor, empieza a recitar, de forma, eso sí, menos inteligible que él. Cuando, por fin, entro en la habitación, siento haber despertado. Empiezo a situarme en esta ciudad, aunque sigo desubicado en este mundo.

La metáfora en casa (Julio de 2008)

Lo mejor que se puede hacer en un día kafkiano es, sin duda, aprovechar su condición. O, lo que es lo mismo, afinar ese sexto sentido que, haciendo uso de los cinco primordiales, nos permite enlazar y relacionar acontecimientos, imágenes, sonidos, aromas, sabores...y hallar en estas relaciones metáforas o exégesis intrínsecas o circunstanciales sobre el devenir de los universos o de nuestras propias vidas.

Desde hace unos días, llevo repitiendo metódicamente una tarea dentro del piso en el que vivo, que no me atrevo a llamar con total propiedad "mi casa". Desde hace un tiempo, decía, me veo obligado a recoger, al menos un par de veces al día, cadáveres de insectos que yacen patas arriba en los rincones y lugares más inverosímiles - casi siempre a ras de suelo - de la casa.

Desde hace algunos días -más-, mi vida está experimentando una serie de cambios, algunos de ellos anticipables, que, indudablemente están ejerciendo, y creo que de modo significativo, una influencia notable sobre mi propia historia (califíquenla ustedes como considerable o insignificante con total tranquilidad y propiedad). Pasados que aún luchaban por su momento de protagonismo presente y presentes inciertos y molestos generadores de imponentes cefaleas dejan lugar a nuevas perspectivas y dudas esperanzadoras. Y, sobre todo, dejan lugar a una sensación de volver a encajar en el puzzle del transcurso del tiempo, largo rato abandonado.

Dicen que soñar con insectos está asociado a sentimientos de culpabilidad, a remordimientos e incertidumbres. Lo cierto es que los insectos han desaparecido de mis sueños y ahora me dedico a barrer sus cadáveres en el mundo consciente. Puede que se trate de una mera casualidad, pero se adivina un verano de novedades en el que seguiré barriendo, día sí y día también, aquellos cadáveres que, desde mi subconsciente, han sido expulsados al mundo exterior.

Ventanas (Mayo de 2008)

Lo que sigue es lo que ha ocurrido desde que abandoné esta real-irreal habitación. Durante un tiempo, con bastante frecuencia, me seguía asomando por la rendija que crea la puerta entornada y observaba los cambios que se van sucediendo a lo largo del tiempo. De su tiempo, que, como el de cada uno de nosotros, trascurre al ritmo marcado por el que lo vive.

Las telarañas comenzaron a aparecer en distintas esquinas de la habitación, tanto en las superiores como en las inferiores.

Las tejedoras de las telarañas fueron ampliando sus respectivas obras hasta que llegó un momento en el que unas obras empezaron a comunicarse con otras, y paredes y techo quedaron tapizados por una masa dúctil, frágil, blanquecina y esponjosa, como algodón de azúcar sin teñir y sin edulcorar.

La luz, que antes penetraba sin obstáculo alguno en toda la sala a través de la rendija de la puerta y las infinitas ventanas que se creaban, se abrían, se cerraban y desaparecían desde y en la nada, en cualquier lugar del interior o en los límites sólidos de la estancia, empezó a tener problemas para alcanzar los rincones más alejados. Hasta allí llegaba trémula, filtrada por los numerosos hilos que ya surgían en todas partes.

Las paredes comenzaron a llenarse de grietas y los fragmentos irregulares de pintura seca, a caer. Las grietas se abrían cada vez a más altura, y los fragmentos caían cada vez desde más arriba.

El yeso del techo empezó a deshacerse, dando origen a una finísima y casi permanente nevada caliza que, si no alfombraba la superficie del suelo, permanecía suspendida en los hilos, atrapada del mismo modo que las partículas luminosas que ya sólo penetraban por la rendija de la puerta y no llegaban a todos los rincones.

No se sabe cómo, pero en el suelo apareció la humedad y, sobre el yeso humedecido del suelo y bajo el yeso seco que caía del techo, comenzó a crecer el musgo. Un musgo que se iba tiñendo de blanco y comenzaba a trepar por las paredes, del mismo modo que lo habían hecho las grietas, y por las telas de araña, acompañando al yeso suspendido y a la luz que cada vez encontraba más obstáculos para avanzar. La luz y la humedad ayudaban al musgo en su escalada. Y así llegó al techo, hasta que lo cubrió por completo y el polvo blanco dejó de caer.

También de un modo inexplicable aparecieron los gusanos. Gusanos de seda, que se alimentaban del musgo cubierto de yeso y que cubrieron de seda las telas de araña. Los gusanos llegaron hasta el techo, se comieron todo el musgo, y el yeso, a veces acompañado de gusanos, volvió a caer.

Las arañas terminaron con los gusanos. El musgo, cubierto de yeso que caía, volvía a crecer y, de nuevo, volvió a llegar al techo. El yeso volvió a dejar de caer.

En algún hueco de la habitación apareció el gorro de lana que había perdido en otra de las realidades en las que también me muevo. La lana se humedeció, se pudrió, como también se pudría la tela de araña, que las tejedoras iban regenerando, y la seda de los gusanos, que ya no sería regenerada. Sobre la lana húmeda y podrida nacieron hongos, blancos también. Los hongos encontraron en el material podrido su sustento y se reprodujeron. Mientras, el musgo llegaba a cubrir y a romper con su peso algunas telas de araña, abriendo ocasionalmente paso a la luz estancada. El musgo y los hongos seguían creciendo. Las arañas comenzaron a desaparecer. Sin yeso que lo cubriese, el musgo empezó a teñirse de verde, su color natural.

Sobre el musgo y los hongos surgían nuevas formas de vida. A través de la rendija de la puerta llegaron, empujadas por una repentina corriente de aire, semillas pertenecientes a otras especies vegetales que, gracias a la humedad y a la luz que iba ganando terreno a las telarañas, fueron creciendo y multiplicándose sobre la base de musgo y hongos. El gorro terminó de descomponerse y pasó a servir de alimento a las especies vegetales. La estancia terminó de teñirse de verde y repleta de nuevos seres vivos que nada sabían del olvido que antes había morado en la habitación y, mucho menos, de la memoria que, antes del olvido, la había ido llenando de objetos inverosímiles y de ventanas que se creaban y desaparecían, se abrían y se cerraban en cualquier lugar.

Finalmente, dejé de mirar a través de la rendija y dejé que las cosas siguiesen su curso en esta realidad que abandonaba en busca de otras realidades que ocupar, y que volveré a llenar…ustedes ya saben de qué.

de cosas inverosímiles y de ventanas que se crean y desaparecen, se abren y se cierran, en cualquier lugar.

Insectos (Julio de 2008)

El calor hoy es intenso, pero no insoportable. Una mariquita se pasea tranquilamente por mi escritorio, disfrutando de la luz del sol que penetra a duras penas por la ventana llena de polvo y suciedad.

Parece que fuese consciente de la simpatía que su belleza y comportamiento inofensivo despiertan en la mayoría de los humanos y de que, por tanto, transita por un camino seguro. Otro gallo hubiese cantado si, en lugar de insecto, se hubiese tratado de un ser humano. Es posible que su actitud, en un principio, hubiese sido la misma. Pero no las reacciones que esta habría suscitado.

De haber sido mujer, habría, posiblemente, provocado la envidia entre sus semejantes. Inevitablemente, lloverían comentarios difamatorios y humillantes sobre ella, que podrían ser vertidos tanto a sus espaldas como en sus mismísimas narices. La envidia ajena podría, además, situar numerosos obstáculos en su trayectoria vital: a nivel laboral, sería normalmente prejuzgada de forma negativa, puede que fuese acosada e incluso se convirtiese en víctima del tan cacareado "Mobbing". Todo ello dependiendo, por supuesto, del entorno que la rodease y sus propias actitudes y aptitudes. En el caso de los hombres, amén de las actuaciones fruto de envidia mencionadas más arriba, debería soportar el acoso sexual (y también el de parte de las mujeres) y la falta de interés por su persona, motivada por lo llamativo de su aspecto exterior.

Si hablamos de hombres, las conclusiones a las que llegaremos no serán muy distintas. Puede que, en el caso del acoso, la situación no sea tan exagerada, desagradable o agobiante, pero la misma falta de interés por aquello que no es lo más aparente y superficial volverá a observarse con facilidad. Yo mismo he sido un esteta.

Siempre hablando a nivel general, ante un aspecto medianamente desagradable, la reacción de los humanos ante sus semejantes y los insectos se asemeja más que notablemente, hasta el punto de llegar a equipararse en algunos casos: asco, burla, menosprecio, abuso, indiferencia, violencia y destrucción forman parte de la colección de reacciones ante una presencia estética no acorde con unos cánones, recordemos, cada vez más artificiales e impostados.

Resulta sorprendentemente paradójico lo simplistas que llegamos a ser en este aspecto.

Salgo de la oficina y me doy de bruces con Neptuno al mando de sus dos caballos (me pregunto por qué no se tratará de seres acuáticos) y rodeado de agua. La combinación del clima y la paradoja anterior hacen que el calor se vuelva muy intenso, insoportable. Sofocado y cubierto de sudor, comienzo a caminar.

¿Y ahora, qué? : una carta existencialista

Y ahora, ¿qué? Ahora que todo ha terminado. Nosotros ya no somos nosotros, yo no sé si sigo siendo yo, y, desde luego, tú ya no eres tú. Al menos, tu nombre ya no es el que era cuando nosotros éramos nosotros. Tal vez tú sigas siendo tú en ti y en los demás, pero no en mí. Para mí, ya no te llamas María, Lucía, Silvia o Sara. No te llamas Cristina, Ana, Amanda o Laura. Tu nombre ahora es literatura, poesía, memoria, sonrisa. Todos nombres femeninos, sí. Todos femeninos, como tú, pero sin ser tú.

¿Y ahora, qué? Tu vida será otra, o seguirá siendo la misma, amputada por un tiempo hasta que llegue el miembro que reemplace al miembro que se fue. Mi vida no será la misma. El miembro cambiará de estado, de nombre, de apariencia, pero seguirá ahí, y habrá cambiado la fisonomía de mi vida, como la cambiaron en su día los otros miembros. Y, tal vez después, se incorpore un nuevo miembro, que no reemplazará al anterior, sino que se incorporará a esta figura intangible, antropomórfica y multimémbrica que parece fruto de un experimento radiactivo pero que es fruto de un experimento emocional, llevado a medias entre el corazón, el cerebro y vete tú a saber si algún agente externo, ese que dicen que ordena y gobierna las cosas. Ese o eso, vete tú a saber. Qué más da. ¡Qué más da!. Eso digo yo. Y puede que ese nuevo miembro no sea el único nuevo miembro que se una al cuerpo de mi vida. Puede que lleguen más; puede que lleguen más miembros, más piezas que complejicen el puzzle y lo vuelvan irresoluble; o puede que llegue la pieza que complete el puzzle y encaje perfectamente con las demás. Y también puede ser que uno de esos miembros mutados recobre su forma original y, entonces sí, complete el puzzle, un puzzle que será diferente al puzzle que existía cuando llegó. Puede que tú encajes en un momento de mi vida diferente al momento en el que no encajaste. ¿Por qué no? ¿Qué se yo? ¿Qué soy yo para saberlo?

¿Que qué es lo que quiero yo? Quiero que llegue esa pieza, y, hasta que ese momento llegue, quiero seguir jugando. Al fin y al cabo, este es un juego, aunque un juego macabro. Sí, es un juego macabro. Un juego que puede llegar a resultar maravilloso, contradictorio e impredecible mientras se está jugando, pero que se torna irrevocablemente trágico cuando la partida termina. Un juego sin un solo final feliz para ninguno de los que ya terminaron su partida y partieron. En el mejor de los casos, un juego con un final liberador, pero nunca con un final feliz. Este juego es un juego ideado por alguien o algo muy cabrón. Por un auténtico Hijo De Puta. Si Dios es, entonces Dios no es Dios. O, al menos, Dios no es Dios en mí. Así que, a partir de ahora, llamaré a este alguien o este algo, a este cabrón, a este Hijo De Puta, Nadie.

Lo paradójico es que puede que Nadie no sea tan cabrón. Nadie es superior a todos nosotros y es más inteligente que todos nosotros, de eso no cabe ninguna duda. Algo que, todo sea dicho, tampoco resulta muy difícil. Sentirse superior a nosotros no es un motivo de orgullo, es casi una consecuencia lógica de actuar en base a la razón en equilibrio con el corazón, algo que para nosotros resulta del todo imposible. Nosotros no somos capaces de comprender a Nadie. Pero nosotros, con sólo echar una mirada a nuestro alrededor, sí que podemos llegar a comprender los motivos que Nadie tiene para ser un cabrón sólo en apariencia. Los motivos que Nadie tiene para darnos la capacidad de entender que el juego se terminará algún día y de que ya no volveremos a jugar. Y, mientras nosotros pensamos en esas cosas, seguimos intentando sacarnos del tablero los unos a los otros a la menor oportunidad de que disponemos. Algo totalmente insensato una vez que somos conscientes de que, más tarde o más temprano, nosotros también estaremos fuera de ese tablero.

Definitivamente, Nadie no es tan cabrón. Pero, si Nadie no es tan cabrón, tampoco es tan inteligente; si lo fuese, ¿por qué nos habría colocado en el tablero?; quizá lo haga para divertirse. Y, si lo hace para divertirse, no hay duda de que se trata de una diversión cruel y morbosa. Quizá Nadie sí es un cabrón. Un cabrón mucho más cabrón de lo que todos nosotros juntos podamos ser, y un cabrón mucho más inteligente y poderoso de lo que todos los cabrones inteligentes y poderosos que hay entre nosotros puedan llegar a ser actuando en conjunto. Sí, puede que Nadie sea mucho más cabrón que todos esos juntos, incluso aunque añadamos a ese grupo a los cabrones poderosos y no-inteligentes, que, al final, suelen ser los más dañinos de todos.


Pero, quizá, Nadie no sea tan cabrón y nosotros seamos un error de cálculo. Y, si somos un error de cálculo, resultará que Nadie no es tan inteligente y, desde luego, no es ni omniscente ni omnipresente. Y, si Nadie es tan imperfecto como nosotros y no tiene a nadie (por ejemplo, a otro Nadie) que le gobierne, entonces Nadie no es nadie. Y si Nadie tiene a otro Nadie que le gobierne, entonces ese Nadie, o uno de los Nadies que ese Nadie que gobierna a Nadie tiene por encima en el escalafón, es, sin duda, un cabrón. Y, entonces, el Nadie situado en lo más alto del escalafón tiene dos posibilidades de ser: ser un cabrón o no ser (o ser) nadie. Nadie con minúsculas, claro.

El invitado desconocido: una carta metafísica

La mesa está puesta.

La mesa está puesta en el rincón de la habitación; la luz devastadora y solitaria del mediodía llena el rincón que la mesa no llena. La mesa está puesta, vestida con su blanco mantel. La mesa está puesta, con sus platos de porcelana blanca y sus servilletas negras, y con un candelabro sin velas a través del cual las copas colmadas de vino tinto se miran fijamente la una a la otra.

La mesa está puesta. Lleva así desde hace mucho tiempo, esperando tu venida. Esperando que coloques tus manos sobre ella y que dirijas esa mirada tuya de cristal hacia mi rostro turbio. La mesa y yo esperamos. Sabemos que puede que nunca aparezcas y que sigas enviando a otras en representación tuya. Mujeres bellas exterior o interiormente, con sonrisas de marfil, con miradas más profundas que el universo. Mujeres tal vez perfectas en apariencia, con un alma pura o, quizá, con un alma pútrida. Mujeres con un corazón de diamante tan grande como un continente. De gestos elegantes, o tal vez de un rudo encanto. De curvas pronunciadas, de abrazos cálidos, de besos húmedos, de pelo suave que acaricia cuando dejan caer sus cabezas sobre mi hombro. Mujeres de sexo furioso, o de penetraciones tiernas y suaves. Pero mujeres fugaces, al fin y al cabo. Mujeres resplandecientes y fugaces como las estrellas.

Tu rostro sigue siendo una incógnita para mí. Sigue siendo como las perspectivas de un día ocioso al amanecer. Como el primer contacto físico. Como el primer amor. Y como el segundo, el tercero, y todos los que han de seguir. Tu rostro es como el futuro inmediato de un fugitivo huyendo de una multitud que le persigue. Como el origen de la luz al final del túnel en el umbral de la muerte. Tu rostro no se me revelará hasta que alguien, o algo, decida que así debe ser. Y yo lo reconoceré al instante. Sabré que has llegado para quedarte.

¿Sabes? Ya no soy ese alma cándida. Ya no soy ese corazón puro cargado de buenas intenciones. Sigo siendo sincero y transparente porque no sé ser de otra manera. Pero el dolor que llueve sobre mi corazón debe haber oxidado o corrompido una parte de mis emociones, que devuelven lágrimas más fácilmente que cualquier otra cosa. Ya no soy ese alma cándida. Desarrollé, y mucho, mi intuición. O, más bien, mi intuición se desarrolló sola por una sencilla cuestión de supervivencia. Ahora adivino el peligro; Lo veo venir la mayoría de las veces; Normalmente, antes de que esté demasiado cerca como para dañarme. Veo el peligro, lo adivino, pero sigo siendo incapaz de obrar con toda la maldad que podría; realmente, sigo siendo casi incapaz de obrar con maldad. No termino de entender ese concepto. O, mejor dicho, lo entiendo, pero no tiene cabida en mí. Sí, lo entiendo, pero jamás lo comprenderé ni lo asumiré.

La mesa está puesta y te espera. Y yo te espero sin esperarte. Soy, como decía una amiga de sí misma, un nihilista lleno de esperanza. Espero cosas con una esperanza secreta. Secreta por miedo a que algún factor externo la quebrante. La esperanza es un bien valiosísimo y, como tal, nos aferramos a él con todas nuestras fuerzas. Debemos hacerlo así. Al fin y al cabo, dicen que la esperanza es lo último que se pierde. Si no esperase nada, ¿qué sentido tendría esperar a que la vida terminase? Espero sin esperar a través de la búsqueda, muchas veces de no se sabe qué o quién. Busco a un invitado desconocido: una nueva emoción, un oasis de paz, una idea, una historia que contar; una imagen, una historia dentro de la historia, dentro de mi propia historia, dentro de la imagen que busco. Lo hago dentro de un caos metódico, que sigue ciertas reglas inquebrantables en su desorden. Un caos autónomo y autosuficiente. Un caos que está un poco por encima de la música, que necesita ser creada....¿o será que, acaso, ella existe desde siempre y sólo espera -también ella espera- a que los músicos la descubran?

Tu rostro sigue siendo invisible para mí, y sé que, de aparecer, surgirá desde el interior de ese caos informe pero a veces más determinista que la propia ciencia, de la que también se vale para orquestar los acontecimientos y ofrecer muestras irrefutables a los sentidos, tanto internos como externos.

Tal vez ni siquiera seas una mujer. Tal vez, ni siquiera seas un hombre. Puede que no te anime una vida orgánica; o puede que te animen una miríada de ellas. Podría ser que fueses intangible, invisible, etérea (o etéreo). Pero sigo esperando a que vengas, a que te presentes, sea cual sea tu forma, tu aspecto, tu existencia. Esperando secretamente, envuelto en mi capa de escepticismo. Sólo sé que, si apareces, tendrás un rostro, ya sea físico, invisible, emocional o caótico. Dará lo mismo. Yo sabré reconocerte. Serás un invitado desconocido que dejará de serlo en cuanto me encuentres.

Y, entonces, todo tendrá sentido.

Todo tendrá sentido: el paso de los días, los amaneceres, los anocheceres, las lágrimas, las sonrisas, las luchas, los reencuentros, los desencuentros, las despedidas…cada instante transcurrido.

¡Sí! ¡Cada instante!. El tiempo dejará de atravesarme como si fuese un fantasma, la luz del sol me calentará, la luz de la luna me abrazará, tú me abrazarás. Y yo seré mucho más de lo que ahora soy. No importa lo que pase después. O, mejor dicho, sí importará. Importará mucho más de lo que había importado hasta entonces. Y será importante siempre. No importa que desaparezcas, que te vayas, que te desvanezcas en ese tiempo futuro, contado a partir del momento en el que hayas aparecido. No importará que ya no estés, porque estarás. Porque ya has estado. Porque ya te habré conocido. Y te conoceré para siempre. Y siempre estarás conmigo, aunque creas que te hayas ido.