domingo, 6 de junio de 2010

Asesinas

Hace un frío que pela. ¿Por qué me acuerdo siempre de tí cuando baja la temperatura? Se supone que la proximidad de grandes masas de agua suaviza las subidas y bajadas del termómetro, pero la laguna verdosa parece inmune a esta regla y, más bien al contrario, inyecta el frío húmedo en los huesos hasta calarlos de una forma perecedera. Me atrevería a decir que esto no ocurre solamente con la masa ósea; el espíritu se vuelve permeable y se empapa, se arruga, se doblega y, casi sin solución de continuidad, va envejeciendo a una velocidad mucho mayor a la que lo haría en cualquier otro clima. Quizá a una velocidad mucho mayor que en cualquier otro lugar.

En estas noches despacibles que incluso los lugareños terminan aborreciendo resulta posible sentarse en completa soledad y silencio en el suelo de una plaza majestuosa como pocas, de un gran teatro mudo y expectante en el que, con la caida de la noche, todo deja de ser lo que parecía. Las sombras se densifican en los soportales y terminan por llenarse (o son mis ojos quien las llenan) de pequeños fulgores multicolores que centellean de un modo imposible, efímero y ciego. ¿Dije soledad? Sólo en apariencia. Cualquier lugar impenetrable para la vista resulta susceptible de estar ocupado por una entidad de naturaleza desconocida. La ausencia de sonidos colmada de tensión sólamente rota por las campanadas del extraño reloj de la torre, la natural agitación de la marea ante un viento crecido o la llovizna intermitente que en algunos casos es capaz de derivar en una tromba de agua colosal como en pocos sitios del mundo se puede llegar a ver. Pero hoy no llueve, las campanas tardarán aún unos minutos en dar los primeros cuartos tras la medianoche y la luna casi llena preside e ilumina la platea de lo imposible, de un sueño de siglos que vive sus últimas décadas de existencia y que está destinado a sumergirse inevitablemente en el cieno poco profundo sobre el que fue erigido. Y en el epicentro de ese sueño, en lo que aún sigue siendo su manifestación más bella en su decadencia, me encuentro yo. Y el sueño en el que me encuentro es también mi sueño.

Es curioso. Aspiro a poder ser llamado "artista" algún día y, sin embargo, contigo me frustra el hecho de que en mí sólo parece interesarte en lo inmaterial: lo que escribo, lo que fotografío, lo que pienso, lo que siento. Supongo que cualquier otro se daría con un canto en los dientes por ser objeto de una admiración tal, pero a mí me gustaría ver a ese otro reaccionar ante tu velada reticencia al encuentro, al contacto, al hecho incomprensible - para el otro - de que no requieras de su presencia a pesar de tenerlo tan cerca. La ausencia es un alimento casi necesario para fortalecer y verificar cualquier tipo de amor, pero en tu caso esta ausencia parece ser más bien una huida buscada. Una huída de la que siempre retornas con una mezcla de timidez y ansiedad cuya repetición corre el riesgo de transformar el halo mágico de esperanza que tantas veces proyectan los sentimientos indefinidos en un juego demoledor para el corazón que sí sabe lo que anida dentro de él. Como bien dijo alguien hace mucho tiempo, en el amor las verdades pueden resultar una herida muy dolorosa, pero son las dudas las que asesinan y torturan.

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