Cuando las estrellas oxidadas zozobran en las frías corrientes de aire nocturno, un límpido destello de amatista recorre el musgo que cubre tus manos. Las cálidas tenazas de la maternidad recogen los frutos de un desamor tardío en el limbo de la pena. El viento, ese viento parado, ese susurro repetido y amplificado por la memoria que yace en el interior de las montañas, me arrastra hacia el pasado remoto y difuso de las logias vernáculas. Y aparecen los fosos, la niebla, el azufre, el dolor y las cadenas, la luz entornada, la podredumbre de los pensamientos marchitos y la rugosidad de su mirada, que me contempla ciega y visionaria desde las esquinas en los fondos dobles y triples del abismo saturnal. Eres la fragancia, dulce y corrosiva, mi fragancia, amarillenta y barroca; el aroma de los ojos que miran al vacío, de las lenguas cortadas que yacen secas en medio del desierto, de los brillos extintos de las auroras boreales fallecidas, del oasis obitado, de las uñas longilíneas y curvadas, hincadas sobre la arena caliente que recubre los bloques de cieno turbio.
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