martes, 29 de junio de 2010

Prevela

Hacer el dolor no es como reinar en invierno. Las hojas transpiran sobre la superficie flotante y muestran el camino al tímido navegante de barro en su frágil barco de papel. El color rojo es sincero en este atardecer y las nubes secas atrapan los deseos de los delfines errantes atrapados en océanos de soliloquios reunidos. El suelo marino vibra y trepidan las almas de los corales ausentes que evocan las hornacinas horadadas en la roca profunda y oscura. Tú eres una hoja no escrita del destino de otro; yo soy una mirada formada por los reflejos de dos relojes de arena infinitos que no terminan de comprender el paso del tiempo. He huido y me he escondido en la trastienda de miles de silencios mientras las notas mudas de la pregnante marea verde descansan entre la boca y los oidos de las sirenas exiliadas en islotes de polvoriento cristal azul. Las aguas suben y bajan con un violento vaivén y la brisa que provocan agita las alas de los pájaros sordos, que rompen a volar en pendiente descendente atravesando los muros de arcilla que nos separan del centro de la Tierra. Allí el frío descansa encerrado en una esfera de fuego y lágrimas que brotan por las eras olvidadas en las cavernas. Un gran precipicio se abre en la antesala del agujero negro cuyo ritmo magnético impulsa a la esfera terráquea a girar y a los hombres a cambiar de parecer, y las diez mil y una personas vestidas de rojo en la gran plaza abierta - siempre misteriosa, siempre vespertina - giran sobre sus talones y, olvidando sus motivaciones presentes, se dirigien hacia el lugar donde sus antepasados cantan arias de ecos dorados. Las agujas marcan las once y veinte, las miradas se encuentran, las manos se separan y todos encuentran la senda del absurdo que tanto tiempo llevaban buscando. Ahora el viento ha dejado de soplar y los tábanos reptan bajo las ramas de los árboles, buscando una sima en la que construir sus nidos de seda amarillenta y hojaldre blanco. El velo que cubría el rostro inédito de la esfinge cae y muestra al mundo la antítesis de los sueños de miles de pesimistas. Su brazo carbonizado y vigoroso se alza y se extiende, ofreciendo una mano violenta, violácea y rectilínea a las meditaciones de los soñadores. Los dedos de los poetas se revuelven y escriben odas sobre su propia piel utilizando la espuma de las olas como tinta y las ramas de los árboles muertos como livianas plumas de madera crujiente. Los recuerdos turbios nunca se borran y el sol descendente regala una humeante vaharada de decepciones y desilusiones a la cara oculta de la luna, que sólo son capaces de contemplar las miradas crepusculares de aquellos sedientos de ilusión y colmados de daño. Sólo ellos -¡Sólo ellos! portan con orgullo punzantes coronas de rosas rojas sobre sus cabezas teñidas de plata líquida. El aroma del azufre es el perfume que desprende el movimiento de sus caderas bien torneadas, ceñidas por manos heladas de uñas breves como un saludo forzado. Pero su tacto es sincero, y los brazos lisos y suaves de los que nacen convergen en la luz de la aurora boreal, que guía, a través de ellos, los pasos de los huérfanos insomnes.

Una solitaria ave de mirada maternal, plumas translúcidas y pico nostálgico me pidió que guardara esta historia en los recovecos de tu subconsciente. Y yo, obediente, los mudé a estos pequeños pergaminos que ahora descansan en las grietas -que no en los pliegues- de tu cerebro. Es el momento de que regales tu sueño a las sombras que el Fénix proyecta con su vuelo sobre los picos en los que reposan nuestras esperanzas.

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