viernes, 11 de diciembre de 2009

Espera

Espero con la incertidumbre de saber si llegará el momento en que tus labios compartan con los míos esos fragmentos de eternidad que atesoran. Espero con incertidumbre, pero espero tranquilo porque, sea como sea, pase lo que pase, cada segundo en tu compañía es un regalo de valor incalculable.

martes, 8 de diciembre de 2009

Light

...and still it seems you don't know that you're the light illuminating my path

sábado, 5 de diciembre de 2009

Etiquetas

Repaso las etiquetas de los textos en este blog y, como si una luz se encendiese dentro de mi cabeza, me doy cuenta de que alrededor de ellas, alrededor de cuatro palabras, se articula casi toda mi vida. Cuatro palabras que son:

1) Amor: amor romántico, amor filial, amistad, amor a los animales. El motor que debería mover todo.

2) Arte: creación, ideas, construcción, la mejor expresión, junto con el amor, de todo lo bueno de lo que es capaz el ser humano.

3) Relaciones: inevitables, enriquecedoras, destructivas, reconfortantes, caóticas. Una de las consecuencias de nuestra humanidad.

4) Relatos: millones, historias visibles e invisibles, narrados y no narrados, escritos y no escritos. La vida que pasa y la que no.


Cuatro palabras, sólo cuatro palabras para resumir una vida; para resumir millones de vidas. La nuestra debería ser así de sencilla.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Vida y muerte

Quizá deba morir hoy mismo en lugar de seguir asesinándome un poco cada día.

martes, 1 de diciembre de 2009

Cenizas

Las cosas son casi siempre así: los necios triunfan vestidos de nobles, los egoistas se disfrazan de generosos y ambos se arman hasta los dientes con sus mentiras y complejos. Los que los siguen prefieren vivir en una felicidad falsa a conocer la realidad oscura y pútrida que aquella oculta.

Las cosas son casi siempre así: tú elegirás esa felicidad construida sobre mentiras y, cuando te acuerdes de mi, yo ya me habré ido y no volveré porque habré elegido mi soledad real a la felicidad de artificio. No te culpo por elegir un camino, pero, por favor, no me guardes en tu recuerdo: de las cenizas de una familia siempre termina surgiendo otra. Las cosas son casi siempre así, pero no son así siempre.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Imperfección

La primera vez que R. y S. atravesaron juntos el arco de la puerta de entrada en una aparición pública, el juicio fue unánime: esta vez sí; había llegado la hora de S. Por fin, tras los numerosos tropiezos sentimentales por los que casi todos pasamos, la artista había encontrado esa a la que llaman "la persona adecuada". Al menos, era la impresión que transmitían tanto la sonrisa de la protagonista - aún más luminosa que de costumbre- como la propia figura de su acompañante, de una belleza armoniosa, que parecía brillar desde el interior, sin nada que ver con esas bellezas altivas, desafiantes y en ocasiones arrogantes que casi parecen condenar al que las contempla. La belleza d R. transmitía lo contrario: sosiego, amabilidad, casi una invitación a presentarse, a descubrise y conocer, a compartir.

A pesar de ello, seguramente "los otros" no captaron esta percepción o no comulgaban con ella. El hechizo se desvaneció para los asistentes en cuanto el nuevo invitado se separó de la compañía de su pareja y empezó a actuar como un ente independiente: rápidamente reconoció que su atuendo era en realidad fruto de un acto de empatía hacia su entorno, se dedicaba a hablar de los pequeños y sencillos detalles de la vida diaria con auténtica pasión y mostraba indiferencia o poca curiosidad ante temas de conversación como las últimas tendencias del diseño, la trascendencia del arte moderno en su faceta de impulsor de la reflexión sobre el propio yo o la genialidad conceptual de algunas obras del minimalismo.
¿Cómo una persona que no participaba plenamente de la principal razón -o eso creían ellos- que animaba la existencia de S. era capaz de proporcionarle esa paz que iluminaba su rostro? Se trataba de algo incomprensible para todas esas personas, para las cuales las creaciones de aquella a quien idolatraban resultaban poco menos que una fuente de vida, un continuo tema de debate, una guía de estilo e incluso un oráculo. S., desde su posición de observadora, iba dándose cuenta de cómo las expresiones de las caras que rodeaban a R. mutaban desde la calidez y jovialidad iniciales hasta la extrañeza, la decepción y, en un estado posterior, incluso la envidia y la animadversión. No era algo que le sorprendiese ni le defraudase: había logrado -no con poco esfuerzo- adoptar una postura estoica cuando tenía que moverse en aquellos círculos, una actitud que sus miembros no habían dudado en interpretar como un rasgo cuasimesiánico, casi místico, que les permitía alimentar la leyenda que ellos mismos se habían empeñado en forjar,debido quizás a su propia necesidad de tener a alguien a quien seguir. S. sonreía ineriormente porque, precisamente y por segunda vez en su vida (la primera se dio cuando decidió consagrarse a la expresión artística), se sentía segura de algo y, más importante aún, de alguien.

Lo que, tal vez, "los otros" no alcanzaban a entender era que R. no ejercía la típica función de contrapeso, receptáculo constante de frustraciones, dudas y preocupaciones que parte de los artistas -y de los que se hacen llamar de ese modo, y, en general, de aquellos cuyo ego se encuentra por encima de cierto nivel- buscan tener en su visión particular de lo que debe ser y de cómo debe transcurrir la vida.

S., sin duda alguien atípico dentro de su ámbito, había pasado mucho tiempo haciendo introspección y autocrítica acerca de lo que es lícito (si es que lo es) esperar de una persona, de la imperfección inevitable del ser humano y, como consecuencia, de sus creaciones y de lo enriquecedor que resulta que "la otra persona" siga siendo ella misma, que se siga desarrrollando hasta el menor grado de imperfección posible a la vez que ama y es amado. S. había logrado entender el amor como (también) una forma más de crecimiento del individuo y, en ese sentido, R. era lo más perfecto que podía imaginar (y, dentro de lo lícito que puede ser, esperar): además de resultar sus rasgos - por su belleza singular y por la luz interior y la paz que los alumbraba- hermosos, lo que realmente había llenado el corazón y el alma de S. era, no sólo su extremada sensibilidad, sino su capacidad e innata tendencia para utilizarla -en conjunto con su inteligencia- para el fin de convertirse en un ser humano extraordinario, casi superior en comparación a los que ella solía tratar, víctimas frecuentes de su propia mezquindad. S. podía sentirse feliz: no pensaba que pudiese encontrar a alguien que pudiese llenar e inspirar a sus sentidos externos y a su espíritu más que R.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Una historia imprevisible, cap.I

Aquí os dejo la primera parte de un relato de ficción que he empezado a escribir. Llevo muy poco aún (aunque algo más de lo que vais a leer hoy), pero me pareció curiosa la idea de que lo fueseis leyendo a medida que iba cobrando cuerpo. Lo cierto es que ni siquiera sé si tendrá un final, durará mientras me apetezca alimentar la historia :) Espero que os guste :)


Tal vez, pudiera ser...

Tal vez. Tal vez no.

No; definitivamente, no.

Este tampoco era el lugar apropiado. Había que seguir buscando. Habría que seguir viajando. Por unos momentos, las dudas le habían asaltado al caminar por el puente que cruzaba sobre las vías del tren. Se había detenido durante unos momentos e, incluso, había sentido ese latido paralelo, que tan conocido le resultaba, dentro de él. Finalmente, sin embargo, un impulso totalmente antagónico ahogó al primero y siguió caminando hacia el hotel.

Durante los últimos años, desde que concibió la idea, había logrado engañar a todos los que le rodeaban, aunque, en honor a la verdad, no había resultado demasiado difícil. Si curiosidad natural, su carácter introvertido e individualista, su hábito de caminar durante horas y horas sin un rumbo definido, su búsqueda continua, casi enfermiza, de la novedad; su pasión por la fotografía, su independencia...parecía totalmente normal y consecuente el que, desde hace algún tiempo, aprovechase la más mínima oportunidad para viajar; viajar a cualquier lugar -normalmente una ciudad- de su interés, habitualmente -aunque no siempre- solo; para ciertas cosas como esta, K.era una persona con muy poca paciencia. Además, parecía siempre ilusionado, revitalizado -lo cual, por mor de una siniestra contradicción, era en parte cierto- tanto antes de la partida como tras su regreso, cuando narraba emocionado su experiencia, pasando del dato objetivo a la apreciación más íntima sin solución de continuidad.

Todo, pues, en orden. Todas las piezas encajaban perfectamente de cara al exterior. Nadie había percibido, o eso parecía, la soledad, la angustia, la sensación agónica que le acompañaba durante tantos momentos, no sólo durante los viajes, sino a lo largo del trayecto de la vida. Él, incapaz de mentir, de ocultar sus sentimientos, de mostrar lo que no moraba en su corazón, había hecho en este caso una excepción. Una sola excepción. La única excepción en su vida. La mayor excepción que podía hacerse.

Nadie, absolutamente nadie, podía imaginar que, lo que realmente estaba haciendo K. era buscar un lugar para morir.

lunes, 21 de septiembre de 2009

El vuelo

Iba a ser un vuelo tranquilo, con un aterrizaje suave. R. acumulaba ya una amplia experiencia lanzándose desde aquel precipicio. Tenía bien calculadas las distancias y conocía la velocidad y la dirección del viento a cualquier hora del día y en cualquier época del año, lo que le permitía conocer con sorprendente exactitud el punto exacto donde iba a terminar posándose. No era, pues, ni mucho menos, un novato. Sabía que, tras el primer impulso hacia arriba, Eolo le iría meciendo a medida que descendía, suavemente, como una pluma, hasta llegar a establecer contacto casi horizontal con el suelo arenoso muchas decenas de metros más abajo. "Todo controlado, pues", se dijo a sí mismo, y, tranquilo y decidido a la vez, tomó impulso y saltó hacia arriba.

Todo debía estar controlado, pero no fue así. La gravedad lo atrajo hacia la superficie terrosa con una celeridad cada vez mayor. Su cuerpo pareció hacerse de plomo, Eolo parecía incapaz de compensar la fuerza de la caída y, sobre todo, esta vez el ambiente onírico en el que se sumergía cada vez que volaba no pertenecía a un sueño nacido del inconsciente, a pesar de que su mente flotó en esa atmósfera hasta el último instante. Sólo una cosa era igual -idéntica- al resto de veces anteriores: la dureza y aridez del suelo, que recibió impasible el impacto del cuerpo, destrozado y sin vida sobre su superficie.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Érase que se era...

Érase que se era un hombre desamparado. Un anciano caminando sin rumbo entre la multitud sin rumbo. Érase que se era un rostro suplicante y conmovedor. Unos ojos hundidos en la superficie arrugada de la geografía del dolor. Érase que se era una vida, una historia. Una historia singular que parecía vulgar a los oídos de los demás. Éranse millones de historias singulares vulgares a millones de oídos. Éranse millones de oídos sordos. Éranse millones de ojos ciegos. Éranse millones de besos perdidos, de oportunidades desperdiciadas, de existencias fantasmagóricas, de latidos ahogados. Érase una miríada de sonrisas que no fueron. Éranse un billón de juegos que se perdieron. Éranse que se eran cientos de amores diluidos por una existencia absruda. Éranse tantos sueños desaparecidos...Érase un gris plomizo y dictatorial y éranse millones de colores olvidados. Éranse la soledad y el anonimato. Érase que se era alguna gran ciudad.

jueves, 13 de agosto de 2009

Si quieres, ven

"Si quieres, ven".

La expresión de su rostro reflejaba la incertidumbre y el temor en su interior. Apenas si parpadeó.

Lo repitió de nuevo: "Si quieres, ven".

Era imposible juzgar racionalmente la invitación en aquel momento. La figura que le tendía la mano flotaba ingrávida en el centro de un aura brillante cuyos rayos mutaban del blanco al añil desde el interior al exterior. Alrededor de ella, la negrura era impenetrable, la propia de una noche sin luna, donde las siluetas se disuelven en una nada infinita capaz de provocar la pérdida de conciencia de ser individual.

La voz volvió a llamarle una vez más: "Si quieres, ven", esta vez en un susurro tan sensual y envolvente como la caricia del ser amado, más aún, del amor platónico que tórnase real durante un instante. La vista se le empezó a nublar y los sonidos se disolvieron junto a las imágenes en una amalgama difusa y centelleante de un irresistible poder magnético. Se sintió desaparecer, abandonar su cuerpo y disolverse en la masa deslumbrante y siseante que había surgido en medio del espacio. Su conciencia parecía seguir a su cuerpo, sus pensamientos desintegrándose y uniéndose a la luz cada vez más y más intensa, luz física y espiritual que ya lo era todo, luz suave y poderosa a la vez que no dejaba de crecer y expandirse...

...entonces, despertó. O, al menos, eso creía. Pasaron unos minutos hasta que recobró totalmente la conciencia, recogió del fondo de su mente algunos fragmentos de la memoria reciente y los unió hasta que las últimas horas de su existencia comenzaron a cobrar forma y algo de significado. Abrió los ojos, aunque sabía que de poco iba a servirle. Se encontraba en el centro de la nada, flotando en la oscuridad absoluta de la noche sin luna en un punto indeterminado del desierto, que más tarde amanecería implacable, mutando su situación de cautivo de la oscuridad a cautivo del calor, el hambre y la sed. Sabía que las posibilidades de salir con vida de allí eran mínimas. Cerró los ojos y trató de volver a dormir, de volver a la inconsciencia, deseando que la imagen del sueño le llevase con ella convertido en luz eterna en lugar de fallecer hambriento y deshidratado, abrasado por la luz inmisericorde del sol.

domingo, 9 de agosto de 2009

Limpieza

¡Qué bien haber terminado la limpieza!
¡Qué placer haber eliminado la putrefacción!
¡Qué alivio haber limpiado los restos!
¡Qué tranquilidad haber depurado el alma!

Qué tristeza, qué insipidez, ahora que todo está vacío.

sábado, 11 de julio de 2009

Símbolos


...y pensé que los símbolos tenían significado. Pensé que los símbolos no eran símbolos, sino letras. Y que las letras formaban palabras, y que las palabras formaban frases y que tanto las palabras como las frases estaban llenas de significado. Y me acerqué a los símbolos, y me puse frente a ellos, y los miré de cerca. Y los símbolos resultaron ser garabatos, figuras absurdas e iteradas sin semántica alguna. Y entonces descubrí que me había acercado a los símbolos -que en realidad eran garabatos- por empatía, primero porque creí verme reflejado en ellos cuando aún pensaba que encerraban algún significado y porque realmente me ví reflejado en ellos cuando descubrí su verdadera naturaleza.

Vacío


No huyas de ese vacío que anega y angustia tu alma en cada momento de soledad. No lo evites ni lo niegues con una constante búsqueda de una compañía igualmente vacía, de una vacuidad ajena, que ni siquiera es tuya. Este vacío sí es tuyo, es parte de tí; es la clave, la respuesta a tus dudas, a tu continua agonía existencial. Este vacío es la respuesta a las lágrimas, a las tardes hueras, al ocaso interior. Este vacío no es un vacío, sino una fuente de respuestas. Este vacío es, en realidad, una metáfora formal de esas respuestas que se encuentran dentro de tí y que aún no has sido lo suficientemente maduro para escuchar ni asimilar.

No temas al vacío.

No temas al vacío. Enfréntate a él, ármate de valor, mírale a la cara, interrógale y no apartes el rostro cuando te hable. Ese vacío son los fantasmas. Tus fantasmas.

jueves, 2 de abril de 2009

Despedida


Lejos, muy lejos...

Ya me marcho de aquí. Lo dejo todo y no dejo nada, porque hice lo que tenía que hacer. Ya me marcho de aquí. Hice lo que tenía que hacer: viví solo, conviví, tuve un enemigo, tuve otro enemigo, amé, intenté hacer felices a los que quiero, fui feliz, sufrí, hice infeliz a algunas personas, cuidé de otras, serví de apoyo, supuse la transición para algunos hacia otra etapa de su vida y me valí de otros para que realizasen esa misma labor conmigo. Me equivoqué, me volví a equivocar, aprendí, algunas veces acerté, rectifiqué, saqué conclusiones, tiré algunas de ellas a la basura, actué contradictoriamente, actué consecuentemente, reconocí algunos de mis errores, ignoré otros, fui injusto con algunos de los que quise o quiero, algunos de ellos lo fueron también conmigo.Fui humano, fui frío, hice bien, hice mal y terminé llegando a este estado de conclusión, de finalización. Ni todo está hecho ni todo está dicho, pero ya no tengo nada que decir o hacer aquí.

Ya me marcho de aquí. Mejor dicho, ya me marché, porque esto sólo pudo ser escrito desde otro lugar.

Sentido




Las cosas no pueden seguir así. Hay que hacer algo con esta vida. A esta vida hay que deconstruirla, dividirla en miles de partes para montar con ellas otra figura diferente. Qué más da que sea mejor o peor que la anterior. Y quién es quién para decir que, objetivamente, lo es. Quién es alguien para ser objetivo. Somos objetivos, pero objetivos de los demás. Objetivos de un pensamiento subjetivo.

Emigrar. Desaparecer. Destruirse y comenzar de nuevo, hundirse en el abismo redentor de los vicios...destruir para crear. Entregarse al dolor con la misma predisposición con la que nos entregamos al placer, liberarse de la carga de la conciencia, liberarse del pasado, del yo, del ser. Ser sin ser el que se era. O, simplemente, no ser, sino sólamente existir.

Hay que romper, burlar, atacar, hacer daño, sufrir, temer, ignorar, arriesgar, lanzarse al vacío, corromperse, llorar, llorar mucho, llorar por fuera, llorar por dentro, golpear, gritar, decir todo lo que se piensa, actuar sin temor a las consecuencias y sin tener en cuenta las connotaciones morales de la acción. Recordar que esa moral fue ideada por otros tan contradictorios, parciales, y, tal vez, tan decadentes y corruptos como nosotros.

Nosotros. Yo, los demás, y tú. Sí, también tú, que lees estas líneas. No eres inocente, aunque lo creas, aunque te hayas engañado a tí mismo o te creas mejor que los que te rodean. Eres culpable, como el resto. Tal vez más o tal vez menos que ellos, pero culpable en cualquier caso. No te escandalices ni te ofendas por lo que estás leyendo. Todos llevamos el mal dentro de nosotros. Más o menos dentro, pero dentro al fin y al cabo. No te escandalices, porque esto no es ninguna novedad. Alguien lo pensó y lo dijo, hace mucho tiempo. Alguien pensó y dijo algo así hace mucho, mucho tiempo. Y de esa idea surgieron religiones.

¡Ah! ¡las religiones!, tan defectuosas y subjetivas como quienes las crearon, tan defectuosas y subjetivas como cualquiera de nosotros, como tú y como yo, que estoy escribiendo este texto subjetivo y defectuoso.

Dime qué deseas. Dime la verdad. No, eso que estás pensando no es la verdad; no eres capaz de responder ahora. Eso que te ha venido a la cabeza es lo que piensas que deseas, lo que te han enseñado a desear. Piensa, de verdad, en lo que deseas. O, mejor que pensar, destruye todo lo que eres y, solo cuando lo hayas hecho, solo entonces, respóndeme a la pregunta que te acabo de formular.

¿Qué sentido tiene todo esto? Estar aquí, existir, pasar en forma material por una existencia inmaterial, que valoramos de modo inversamente proporcional al valor absurdo que otorgamos a lo material. ¡Qué sentido tiene! Utilizamos la materia para construir herramientas y conceptos que nos lleven a lo inmaterial: "felicidad", dolor, "felicidad", sufrimiento, "felicidad", muerte...

...y continuamos sin entender lo inmaterial,lo que es, lo que significa, cómo se consigue.

Quizá dos de nuestras mejores invenciones hasta el momento sean el Azar y el Arte. Ninguna propone una solución, ambas asumen que no somos capaces de explicar nada y que nos dedicamos a reproducir, tal vez incluso cuando creamos. Creamos, pero quizá no estemos sino reproduciendo las ideas que pasaban por nuestra mente, quizá por ventura del Azar.

Arte y Azar. Ambas cuestionan, y a menudo pasan por encima de, la moral impuesta. El ser humano es tan estúpido como para pensar que sus conveniencias son válidas sólamente por el hecho de que provienen de él mismo, del ser superior del que se supone somos un ejemplo. Nada más inferior al hombre y ningún ejemplo mejor de no-desarrollo y prepotencia que él. Prepotencia como la que está dando a luz este texto.

Dime qué sentido tiene. Dime por qué hay que avanzar a través del mundo consciente para terminar en la inconsciencia de la no-existencia. Dime si no sería mejor no tener la consciencia, no vivir con ella, de que nuestra presencia aquí es temporal. Dime si no sería mejor no sentirse frustrado por estar a merced de algo desconocido y por ser incapaz siquiera de intuirlo. Dime que no resulta absurdo este ciclo de construcción-destrucción continua que termina con la -quizá- destrucción definitiva. Dime por qué es mejor pasar pasar muchas veces por este ciclo a lo largo de una vida que pasar una vez. Dime por qué es mejor pasar una vez que pasar muchas. Dime de qué sirve aprender por múltiples experiencias en la vida frente a los que no lo hacen.

Dime por qué es mejor ser feliz.

Dime de qué sirve lanzar continuamente preguntas que nunca serán contestadas plenamente y que sólo encontrarán respuestas defectuosas, incompletas y/o erróneas, tales como quienes las formulan, tales como quienes las responden. Dime por qué este ideario mío, que apenas es ideario y que apenas abarca unas líneas, vale más o menos que cualquier otro. Dime qué es verdad y qué es mentira y para que sirven. Dime por qué y para qué se existe. Dime por qué me encantan e hipnotizan la duda, la imperfección y el error.

Dime algo, si puedes, o, mejor, no digas nada y entra en mí durante unos minutos.

viernes, 30 de enero de 2009

El silencio

El silencio. Mi silencio. Tu silencio. El silencio de los dos. El silencio que perdura. El silencio que no cesa. El vacío sonoro lleno de sentido. Tus mirada fija. Tu mirada perdida. Tus ojos infinitos. Mis ojos cerrados. Tus labios cerrados. Tus labios rectos. Mis labios curvados hacia arriba como un cuarto de luna durmiente. La luna que alumbra tu sueño.

Tu sueño. Mi vida. Tu vida, mi sueño.

El despertar. El silencio que dura demasiado. El silencio que se alarga, que se estira impasible e indefinidamente. El silencio de goma que se deforma en un balbuceo incoherente, como todos los balbuceos.

El balbuceo. La impotencia. La incapacicdad para justificar la evidencia. El balbuceo. La mirada vidriosa. El llanto. La parálisis. Su cuerpo desnudo. La evidencia. Su presencia.

El silencio. El silencio que antes nos unía y que ahora nos separa. El tiempo que antes no importaba porque estábamos juntos y que ahora no importa porque ya no lo compartimos. El silencio. La noche que se ha quedado sin luz porque tú ya no alumbras mis días, casi tan oscuros como esa noche ciega. La noche ciega del ser sin rumbo. La noche ciega del muerto viviente que no está muerto y que tampoco vive. El muerto vivo que camina por un camino que no es un camino, el camino de su noche.

Y, al final de la noche, la luz indefinida. La luz indefinida del amor, del futuro o del día. O la luz indefinida de la no-noche: el reflejo invertido del nacimiento. Y, en el camino, los reflejos invertidos de los recuerdos. Reflejos que se funden con la noche y, a veces, desorientan o ciegan al caminante nocturno. Al vagante, al wendigo. Recuerdos. Reflejos. Recuerdos.

¿Y qué hay bajo los recuerdos?¿Qué los sostiene?

A los recuerdos los sostiene la Tierra.

Sí, la tierra. Tierra blanda, tierra húmeda que cede bajo los pies. Tierra oscura, olorosa, tibia. Tierra blanda, tierra de sueños, Tierra de Sueños. Tierra del camino que no es camino que se hunde bajo los pies. Tierra oscura, oscura como la noche del camino, del camino oscuro. Camino oscuro y pasos de silencio. De tu silencio. De mi silencio. De ese silencio que antes nos unía y ahora nos separa. De ese silencio que antes era nuestro y ahora es tuyo y es mío. De ese silencio que antes era nuestro y ahora ya no lo es. Que ahora ni siquiera es.

jueves, 22 de enero de 2009

Casta (Agosto de 2008)


El día de hoy ha traído una noticia que no por esperada ha dejado de ser triste. Este fin de semana nos dejó una persona especial, de aquellas con las que basta una conversación para recordar lo que debería significar ser humano, un modelo para los que aspiran a ser considerados como tales en todo el sentido de la palabra, y en la que, con sólo pensar, a uno le vienen a la mente casi instantáneamente reflexiones sobre lo absurdo de algunas actitudes con las que no hacemos otra cosa que derrochar estúpidamente el tiempo y olvidar quienes somos.

Es indiferente que haya nacido en otro tiempo y en unas circunstancias muy diferentes a las nuestras o que se haya educado bajo algunos clichés propios de la época y el medio en el que le tocó vivir. También son indiferentes sus creencias religiosas y lo sería en todo caso su ideología política. Afortunadamente, quedan personas -cada vez menos- cuya humanidad se encuentra por encima de todo eso. Casta falleció, en eso el destino ha sido justo con ella, en plena posesión de sus facultades mentales y en un envidiable estado físico para sus casi noventa años. A esa edad, se valía por si misma y aún seguía haciendo calceta. Su charla era agradable y en ningún momento cargante – estaba pendiente constantemente de los sentimientos de su interlocutor-. Su espíritu, respetuoso y comprensivo con las cosas que han cambiado a su alrededor a lo largo del tiempo, y sus principios, admirables en cuanto a lo que considera que debe primar a la hora de juzgar a un semejante. Desafortunadamente, no hice ningún retrato suyo durante este verano en la casa de Moreda, por lo cual, acompaña a este texto una de las vistas de las que se podía disfrutar al atardecer desde debajo de la parra situada en un lateral de la casa y que tuve la fortuna de compartir con ella.

Casta es la única persona que conozco personalmente que sé que ha muerto tranquila, satisfecha de haber hecho todo lo que pensaba que le estaba encomendado en este mundo. Ella me lo dijo en una de nuestras conversaciones, seguramente sabiendo ya lo que ninguno de nosotros conocíamos aún. Y su actitud, su tono de voz, sus gestos pausados, no hacían más que dar a sus palabras una credibilidad que, ciertamente, ni siquiera necesitaban. En un día en el que cada vez damos más valor a las cosas cuanto más vacuas, artificiosas y artificiales son, y en el que el significado de vocablos como humildad – entendida en el sentido de ser conscientes permanentemente de nuestra imperfección y de nuestros errores como medio para llegar a ser mejores en todos los sentidos- y empatía caen en el olvido (“Zero Empathy” sería un buen nombre para describir un hipotético filme sobre la vida actual), Casta se sentía tranquila y feliz de haberse ganado la vida honradamente, trabajado hasta la extenuación para sacar adelante a los suyos y, sobre todo, haberles inculcado, amén de la cultura del esfuerzo y el trabajo, y de la búsqueda del camino propio, la importancia primordial de ser –o de intentarlo con todas las fuerzas- buena persona, de sentir, pensar y actuar de un modo que dignifique y justifique nuestra autoimpuesta y tantas veces discutible posición de “raza superior” o “raza dominante”. Casta se expresaba de forma concisa y meditada, como corresponde a alguien de su edad, alguien que ha sabido encontrar su sitio en el mundo en el que vive y el modo de encontrarse bien consigo misma, cosas ambas que hoy suenan a utopía. Pero, como todas las grandes personas –y a fe que me consta que lo ha sido (no es necesario, de hecho, los personajes con estas cualidades casi nunca figuran en los anales de la historia donde se ensalzan otras características)-, lo mejor que ha dejado, amén de esa paz que irradiaba su presencia, es su obra. No conozco, exceptuando a mis padres y a mis hermanas (y esto, aunque cueste creerlo, no es ceguera amorosa filial, son opiniones vertidas por muchas personas provenientes del exterior a lo largo de los años), a mejores personas, en el mejor sentido posible, que las que componen su descendencia y su familia. Viéndoles, compartiendo momentos con ellos, uno se plantea lo insensato de tantos sentimientos injustificados de odio, envidia, avaricia, malas intenciones…que no se antojan más que una pérdida estúpida de tiempo en una vida de la que solemos tener en nuestra mano, olvidándonos muy a menudo de ello, la capacidad para conseguir convertirla en algo memorable. Contemplando la actitud de la gran mayoría, es inevitable derramar lágrimas, no sólo por su pérdida, sino por la sensación de que otro vestigio de lo que deberíamos ser, ha sido borrada de la faz de la Tierra. Para el consuelo queda su obra, una obra que se construye a sí misma permanentemente y permite albergar un hueco para la esperanza. Si se reconocen las artes plásticas, las escénicas…también se deberían reconocer las artes humanas, aquellas desempeñadas por las personas que consiguen hacer mejores a todos los que les rodean. Y, en este campo, Casta era una de las grandes.

Descansará en paz.

Las cuatro primeras horas en Lisboa (Agosto de 2008)


¿Cómo no hablar de literatura y existencialismo en Lisboa? Para siempre quedará grabadas en mi memoria las primeras cuatro horas que pasé en la ciudad. Apenas había terminado de bajarme del autobús. Eran las siete de la mañana de un domingo soleado y somnoliento, como todos los domingos. Una calle semidesierta en pleno centro de la urbe y una atmósfera taciturna y confusa alimentada por la falta de sueño a la que obligan los horarios marcianos de las ofertas de las compañías de vuelo. Me quedo solo en medio de la Avenida da Liberdade y despliego mi mapa, que agita esa brisa-viento fresco que siempre se levanta al amanecer y durante el crepúsculo en la ciudad de la luz. Mi objetivo: ubicar mi hotel y (lectura múltiple) a mi mismo. Ruidos de obras lejanas -si, en domingo - y el paso de alguna máquina de limpieza municipal zumban en mis oídos como una banda sonora de bienvenida de la capital para los recién llegados. Al poco rato, entre los ruidos, surge una voz masculina, grave y profunda, que habla con una cadencia increíblemente rítmica en portugués. Mi aturdimiento hace que tarde en darme cuenta de que está recitando. Los versos se repiten metronómicamente, con intervalos de silencio casi iguales y a un volumen cada vez mayor, todo dentro de una secuencia hipnótica de la que sólo recuerdo la palabra de mayor énfasis dentro de la declamación:

"Robusto".

Giro la cabeza y me encuentro con un hombre de estatura mediana tirando a baja, cabello rizado y abundante y descuidada barba moreno-canosa. Lleva la camisa algo más desabotonada de lo que marcan los hábitos de la corrección y, posiblemente, está borracho, aunque no parece ser un mendigo. Más bien, y dado también lo correcto de su dicción, un actor de teatro venido a menos. Abre los brazos en cruz y vuelve a cantar los mismos versos, con la misma cadencia, los mismos puntos de énfasis, con precisión y regularidad sorprendentes, casi hasta espeluznantes, irreales. Su voz comanda ahora la sinfonía urbana, acompañada por los sonidos del tráfico ocasional y de las obras. La brisa, que había cesado - al menos para mis sentidos -, reaparece, provocándome escalofríos, y una señora marcha a paso ligero por nuestro lado. Hipnotizado, soy demasiado lento a la hora de sacar la cámara para inmortalizar la imagen del metafísico poeta y, cuando la tengo en mis manos, este ya ha terminado su discurso y camina solitario y cabizbajo en dirección a la Plaza de Don Pedro IV, más conocida como Rossio. Él se ha ido, pero no la atmósfera que ha traído.

Localizo mi hotel a escasos metros de la parada del autobús. Está situado en la Rúa da Gloria. Para legar a él hay que subir el primer tramo de la empinadísima Calzada da Glória y girar a la derecha en la primera calle, pasando por un Sex-shop. Justo en la base de la Calzada se encuentra aparcado el vetusto funicular amarillo que sube la cuesta hacia el Barrio Alto. Son apenas cien metros de trayecto, pero muy poca gente lo hace caminando. El funicular "nº1" debe tener más de un siglo, y alguien ha pintarrajeado un horroroso graffiti rosa en uno de sus extremos. Descansa como un viejo y gran animal, al igual que el resto de la ciudad consciente, a la espera de que su conductor lo despierte y lo ponga a trabajar. El interior del hotel parece evocar un pasado de cierto empaque: forrado casi completamente de madera, y con un salón comedor decorado con grandes y elegantes muebles a la izquierda de la recepción, se torna aséptico, monótono y algo deprimente si se toma el camino de la derecha, el que conduce hacia el ascensor y la sala en la que se sirve el desayuno. Hasta las doce no podré entrar en mi habitación. Dejo mi equipaje más pesado en una sala destinada a ello y, cámara en ristre, me lanzo a recorrer los alrededores.

Tengo un plano pero, conscientemente, no lo utilizo, sino que me dejo guiar por mi mejor brújula cuando de viajar se trata: la de la curiosidad y la intución. Ellas me llevarán a lo que luego resultará ser la Plaza de Figueira, y por allí comienzan a desfilar ante mis ojos los habitantes de la Lisboa fantasma y subconsciente: borrachos que descansan en bancos, ancianos desocupados (a veces me parece que ambos términos son sinónimos) de mirada extraviada; cojos, mutilados, personajes - muchos- que se desplazan en silla de ruedas o ayudados por muletas. Mendigos de tez morena maquillada por una capa de negra mugre y expresión huraña, inmigrantes africanos y árabes que conversan en parejas o tríos en las esquinas, muchas veces en voz baja; y prostitutas que no se sabe si tratan de disfrutar de los primeros rayos de sol o buscar una última fuente de ingresos antes de que termine la jornada. Todos ellos conforman la población translúcida, aquella que sólo es visible en estos momentos del día, que desaparece engullida por la multitud hambrienta y devastadora de turistas y va siendo olvidada a medida que las manecillas del reloj avanzan para volver a erigirse protagonista de la vida a lo largo de la madrugada. Mientras ese momento llega,se convierten en parte discreta pero esencial de la arquitectura y el mobiliario urbano, presentes pero desapercibidos.

Mis ojos me llevan tras un hombre de avanzada edad, calvo y de aspecto bastante descuidado, que carga con el caballete y los utensilios típicos de un pintor. Llegamos a un parque, y el hombre se sienta a leer el periódico en un banco. La brisa se ha esfumado en esta zona y el calor empieza a hacer que la atmósfera, cargada de humedad por la cercanía del Tajo (o del Tejo, como allí es llamado) se torne sofocante. Le observo durante un rato y doy la vuelta por el otro lado del parque, donde una mujer murmura ininteligiblemente mientras simula lavarse en una fuente de piedra de moderno diseño, acción que repite en varias ocasiones. Lleva un vestido de gasa. Se descalza y agacha la cabeza: el cabello sucio y enmarañado cubre su rostro casi completamente. Se acerca a la fuente, mira sin ver a su alrededor y vuelve a repetir el mismo ritual. Antes de este encuentro, he topado con el primero de dos sucesos que parecen sacados de un libro de malos augurios: una paloma yace muerta bocabajo, con las alas abiertas en cruz, sobre el césped. Continuando mi camino, mi reaparición en la Plaza de Rossio trae consigo el segundo acontecimiento (casi) funesto: un perro es atropellado por un conductor que se da a la fuga. Afortunadamente, el auto sólo impacta contra los cuartos traseros del animal con un golpe seco y de sonido plástico, que provoca un eco que llena la plaza, pero resulta imposible borrar de la memoria el sonido del golpe y el llanto y los agudísimos quejidos de la pobre víctima, que no cesan hasta un rato después de que su dueño lo haya cogido en brazos, abrazado, acariciado y cubierto de besos.

Mi brújula emocional decide que ha llegado el momento de cambiar de dirección. La sorpresa, el desconcierto y el sueño consciente estaban derivando en un spleen que ya se había apropiado hasta de la última fibra nerviosa de mi cuerpo. Mis pasos me guían ahora hacia la Plaza do Comercio, y el tránsito hacia ella es como el paso de la noche al día. En primer lugar, me topo con un matrimonio y su hijo en un atuendo típico de las primeras décadas del siglo pasado. Miro a mi alrededor y descubro a tres o cuatro personas más vestidas de la misma guisa. Al fondo, una maraña de cables, armazones de hierro y cámaras, y una claqueta en manos de una mujer esperando ser cerrada mientras un hombre de pelo negro, haciendo grandes aspavientos, da las últimas instrucciones a uno de los jóvenes actores. Me alejo de la escena y me adentro en la plaza, que agota los últimos instantes del Festival de los Océanos, pero aún sigue teñida de color. Sobre el escenario vacío suena música disco, contundente y agradable, dos jóvenes juegan al basket y un señor con una gorra de las de siempre reparte su tiempo entre un juego que consiste en lanzar discos de madera a un tablero cuadriculado -también de madera- con puntuaciones en cada cuadro y un futbolín al que, obviamente, se dedica con menos pasión.

Convivir exclusivamente con uno mismo llega a ser desesperante y, en la mayoría de las veces, conduce a lo que se conoce como locura. Esta es la realidad, como real es la relatividad del término "locura".

Una señora cargada con una bolsa de la compra cruza por el espacio existente entre el hombre y el autor de estas líneas e intercambia unas palabras con él. El hombre ríe y la mujer se aleja meneando la cabeza a ambos lados y hablando sola. También me dice algo que no alcanzo a entender, aunque intuyo no muy agradable. Paseo con algo de desgana, provocada por el agotamiento y la intensidad de los acontecimientos anteriores, por el mercadillo montado en los soportales de la plaza, haciendo tiempo hasta la hora de entrada en el hotel y, ya de camino a él, como cerrando un ciclo onírico, una mulata, envuelta en una chilaba gris y con rastas en el pelo, se para en el centro de un cruce, abre los brazos en cruz y, como hizo su predecesor, empieza a recitar, de forma, eso sí, menos inteligible que él. Cuando, por fin, entro en la habitación, siento haber despertado. Empiezo a situarme en esta ciudad, aunque sigo desubicado en este mundo.

La metáfora en casa (Julio de 2008)

Lo mejor que se puede hacer en un día kafkiano es, sin duda, aprovechar su condición. O, lo que es lo mismo, afinar ese sexto sentido que, haciendo uso de los cinco primordiales, nos permite enlazar y relacionar acontecimientos, imágenes, sonidos, aromas, sabores...y hallar en estas relaciones metáforas o exégesis intrínsecas o circunstanciales sobre el devenir de los universos o de nuestras propias vidas.

Desde hace unos días, llevo repitiendo metódicamente una tarea dentro del piso en el que vivo, que no me atrevo a llamar con total propiedad "mi casa". Desde hace un tiempo, decía, me veo obligado a recoger, al menos un par de veces al día, cadáveres de insectos que yacen patas arriba en los rincones y lugares más inverosímiles - casi siempre a ras de suelo - de la casa.

Desde hace algunos días -más-, mi vida está experimentando una serie de cambios, algunos de ellos anticipables, que, indudablemente están ejerciendo, y creo que de modo significativo, una influencia notable sobre mi propia historia (califíquenla ustedes como considerable o insignificante con total tranquilidad y propiedad). Pasados que aún luchaban por su momento de protagonismo presente y presentes inciertos y molestos generadores de imponentes cefaleas dejan lugar a nuevas perspectivas y dudas esperanzadoras. Y, sobre todo, dejan lugar a una sensación de volver a encajar en el puzzle del transcurso del tiempo, largo rato abandonado.

Dicen que soñar con insectos está asociado a sentimientos de culpabilidad, a remordimientos e incertidumbres. Lo cierto es que los insectos han desaparecido de mis sueños y ahora me dedico a barrer sus cadáveres en el mundo consciente. Puede que se trate de una mera casualidad, pero se adivina un verano de novedades en el que seguiré barriendo, día sí y día también, aquellos cadáveres que, desde mi subconsciente, han sido expulsados al mundo exterior.

Ventanas (Mayo de 2008)

Lo que sigue es lo que ha ocurrido desde que abandoné esta real-irreal habitación. Durante un tiempo, con bastante frecuencia, me seguía asomando por la rendija que crea la puerta entornada y observaba los cambios que se van sucediendo a lo largo del tiempo. De su tiempo, que, como el de cada uno de nosotros, trascurre al ritmo marcado por el que lo vive.

Las telarañas comenzaron a aparecer en distintas esquinas de la habitación, tanto en las superiores como en las inferiores.

Las tejedoras de las telarañas fueron ampliando sus respectivas obras hasta que llegó un momento en el que unas obras empezaron a comunicarse con otras, y paredes y techo quedaron tapizados por una masa dúctil, frágil, blanquecina y esponjosa, como algodón de azúcar sin teñir y sin edulcorar.

La luz, que antes penetraba sin obstáculo alguno en toda la sala a través de la rendija de la puerta y las infinitas ventanas que se creaban, se abrían, se cerraban y desaparecían desde y en la nada, en cualquier lugar del interior o en los límites sólidos de la estancia, empezó a tener problemas para alcanzar los rincones más alejados. Hasta allí llegaba trémula, filtrada por los numerosos hilos que ya surgían en todas partes.

Las paredes comenzaron a llenarse de grietas y los fragmentos irregulares de pintura seca, a caer. Las grietas se abrían cada vez a más altura, y los fragmentos caían cada vez desde más arriba.

El yeso del techo empezó a deshacerse, dando origen a una finísima y casi permanente nevada caliza que, si no alfombraba la superficie del suelo, permanecía suspendida en los hilos, atrapada del mismo modo que las partículas luminosas que ya sólo penetraban por la rendija de la puerta y no llegaban a todos los rincones.

No se sabe cómo, pero en el suelo apareció la humedad y, sobre el yeso humedecido del suelo y bajo el yeso seco que caía del techo, comenzó a crecer el musgo. Un musgo que se iba tiñendo de blanco y comenzaba a trepar por las paredes, del mismo modo que lo habían hecho las grietas, y por las telas de araña, acompañando al yeso suspendido y a la luz que cada vez encontraba más obstáculos para avanzar. La luz y la humedad ayudaban al musgo en su escalada. Y así llegó al techo, hasta que lo cubrió por completo y el polvo blanco dejó de caer.

También de un modo inexplicable aparecieron los gusanos. Gusanos de seda, que se alimentaban del musgo cubierto de yeso y que cubrieron de seda las telas de araña. Los gusanos llegaron hasta el techo, se comieron todo el musgo, y el yeso, a veces acompañado de gusanos, volvió a caer.

Las arañas terminaron con los gusanos. El musgo, cubierto de yeso que caía, volvía a crecer y, de nuevo, volvió a llegar al techo. El yeso volvió a dejar de caer.

En algún hueco de la habitación apareció el gorro de lana que había perdido en otra de las realidades en las que también me muevo. La lana se humedeció, se pudrió, como también se pudría la tela de araña, que las tejedoras iban regenerando, y la seda de los gusanos, que ya no sería regenerada. Sobre la lana húmeda y podrida nacieron hongos, blancos también. Los hongos encontraron en el material podrido su sustento y se reprodujeron. Mientras, el musgo llegaba a cubrir y a romper con su peso algunas telas de araña, abriendo ocasionalmente paso a la luz estancada. El musgo y los hongos seguían creciendo. Las arañas comenzaron a desaparecer. Sin yeso que lo cubriese, el musgo empezó a teñirse de verde, su color natural.

Sobre el musgo y los hongos surgían nuevas formas de vida. A través de la rendija de la puerta llegaron, empujadas por una repentina corriente de aire, semillas pertenecientes a otras especies vegetales que, gracias a la humedad y a la luz que iba ganando terreno a las telarañas, fueron creciendo y multiplicándose sobre la base de musgo y hongos. El gorro terminó de descomponerse y pasó a servir de alimento a las especies vegetales. La estancia terminó de teñirse de verde y repleta de nuevos seres vivos que nada sabían del olvido que antes había morado en la habitación y, mucho menos, de la memoria que, antes del olvido, la había ido llenando de objetos inverosímiles y de ventanas que se creaban y desaparecían, se abrían y se cerraban en cualquier lugar.

Finalmente, dejé de mirar a través de la rendija y dejé que las cosas siguiesen su curso en esta realidad que abandonaba en busca de otras realidades que ocupar, y que volveré a llenar…ustedes ya saben de qué.

de cosas inverosímiles y de ventanas que se crean y desaparecen, se abren y se cierran, en cualquier lugar.

Insectos (Julio de 2008)

El calor hoy es intenso, pero no insoportable. Una mariquita se pasea tranquilamente por mi escritorio, disfrutando de la luz del sol que penetra a duras penas por la ventana llena de polvo y suciedad.

Parece que fuese consciente de la simpatía que su belleza y comportamiento inofensivo despiertan en la mayoría de los humanos y de que, por tanto, transita por un camino seguro. Otro gallo hubiese cantado si, en lugar de insecto, se hubiese tratado de un ser humano. Es posible que su actitud, en un principio, hubiese sido la misma. Pero no las reacciones que esta habría suscitado.

De haber sido mujer, habría, posiblemente, provocado la envidia entre sus semejantes. Inevitablemente, lloverían comentarios difamatorios y humillantes sobre ella, que podrían ser vertidos tanto a sus espaldas como en sus mismísimas narices. La envidia ajena podría, además, situar numerosos obstáculos en su trayectoria vital: a nivel laboral, sería normalmente prejuzgada de forma negativa, puede que fuese acosada e incluso se convirtiese en víctima del tan cacareado "Mobbing". Todo ello dependiendo, por supuesto, del entorno que la rodease y sus propias actitudes y aptitudes. En el caso de los hombres, amén de las actuaciones fruto de envidia mencionadas más arriba, debería soportar el acoso sexual (y también el de parte de las mujeres) y la falta de interés por su persona, motivada por lo llamativo de su aspecto exterior.

Si hablamos de hombres, las conclusiones a las que llegaremos no serán muy distintas. Puede que, en el caso del acoso, la situación no sea tan exagerada, desagradable o agobiante, pero la misma falta de interés por aquello que no es lo más aparente y superficial volverá a observarse con facilidad. Yo mismo he sido un esteta.

Siempre hablando a nivel general, ante un aspecto medianamente desagradable, la reacción de los humanos ante sus semejantes y los insectos se asemeja más que notablemente, hasta el punto de llegar a equipararse en algunos casos: asco, burla, menosprecio, abuso, indiferencia, violencia y destrucción forman parte de la colección de reacciones ante una presencia estética no acorde con unos cánones, recordemos, cada vez más artificiales e impostados.

Resulta sorprendentemente paradójico lo simplistas que llegamos a ser en este aspecto.

Salgo de la oficina y me doy de bruces con Neptuno al mando de sus dos caballos (me pregunto por qué no se tratará de seres acuáticos) y rodeado de agua. La combinación del clima y la paradoja anterior hacen que el calor se vuelva muy intenso, insoportable. Sofocado y cubierto de sudor, comienzo a caminar.

¿Y ahora, qué? : una carta existencialista

Y ahora, ¿qué? Ahora que todo ha terminado. Nosotros ya no somos nosotros, yo no sé si sigo siendo yo, y, desde luego, tú ya no eres tú. Al menos, tu nombre ya no es el que era cuando nosotros éramos nosotros. Tal vez tú sigas siendo tú en ti y en los demás, pero no en mí. Para mí, ya no te llamas María, Lucía, Silvia o Sara. No te llamas Cristina, Ana, Amanda o Laura. Tu nombre ahora es literatura, poesía, memoria, sonrisa. Todos nombres femeninos, sí. Todos femeninos, como tú, pero sin ser tú.

¿Y ahora, qué? Tu vida será otra, o seguirá siendo la misma, amputada por un tiempo hasta que llegue el miembro que reemplace al miembro que se fue. Mi vida no será la misma. El miembro cambiará de estado, de nombre, de apariencia, pero seguirá ahí, y habrá cambiado la fisonomía de mi vida, como la cambiaron en su día los otros miembros. Y, tal vez después, se incorpore un nuevo miembro, que no reemplazará al anterior, sino que se incorporará a esta figura intangible, antropomórfica y multimémbrica que parece fruto de un experimento radiactivo pero que es fruto de un experimento emocional, llevado a medias entre el corazón, el cerebro y vete tú a saber si algún agente externo, ese que dicen que ordena y gobierna las cosas. Ese o eso, vete tú a saber. Qué más da. ¡Qué más da!. Eso digo yo. Y puede que ese nuevo miembro no sea el único nuevo miembro que se una al cuerpo de mi vida. Puede que lleguen más; puede que lleguen más miembros, más piezas que complejicen el puzzle y lo vuelvan irresoluble; o puede que llegue la pieza que complete el puzzle y encaje perfectamente con las demás. Y también puede ser que uno de esos miembros mutados recobre su forma original y, entonces sí, complete el puzzle, un puzzle que será diferente al puzzle que existía cuando llegó. Puede que tú encajes en un momento de mi vida diferente al momento en el que no encajaste. ¿Por qué no? ¿Qué se yo? ¿Qué soy yo para saberlo?

¿Que qué es lo que quiero yo? Quiero que llegue esa pieza, y, hasta que ese momento llegue, quiero seguir jugando. Al fin y al cabo, este es un juego, aunque un juego macabro. Sí, es un juego macabro. Un juego que puede llegar a resultar maravilloso, contradictorio e impredecible mientras se está jugando, pero que se torna irrevocablemente trágico cuando la partida termina. Un juego sin un solo final feliz para ninguno de los que ya terminaron su partida y partieron. En el mejor de los casos, un juego con un final liberador, pero nunca con un final feliz. Este juego es un juego ideado por alguien o algo muy cabrón. Por un auténtico Hijo De Puta. Si Dios es, entonces Dios no es Dios. O, al menos, Dios no es Dios en mí. Así que, a partir de ahora, llamaré a este alguien o este algo, a este cabrón, a este Hijo De Puta, Nadie.

Lo paradójico es que puede que Nadie no sea tan cabrón. Nadie es superior a todos nosotros y es más inteligente que todos nosotros, de eso no cabe ninguna duda. Algo que, todo sea dicho, tampoco resulta muy difícil. Sentirse superior a nosotros no es un motivo de orgullo, es casi una consecuencia lógica de actuar en base a la razón en equilibrio con el corazón, algo que para nosotros resulta del todo imposible. Nosotros no somos capaces de comprender a Nadie. Pero nosotros, con sólo echar una mirada a nuestro alrededor, sí que podemos llegar a comprender los motivos que Nadie tiene para ser un cabrón sólo en apariencia. Los motivos que Nadie tiene para darnos la capacidad de entender que el juego se terminará algún día y de que ya no volveremos a jugar. Y, mientras nosotros pensamos en esas cosas, seguimos intentando sacarnos del tablero los unos a los otros a la menor oportunidad de que disponemos. Algo totalmente insensato una vez que somos conscientes de que, más tarde o más temprano, nosotros también estaremos fuera de ese tablero.

Definitivamente, Nadie no es tan cabrón. Pero, si Nadie no es tan cabrón, tampoco es tan inteligente; si lo fuese, ¿por qué nos habría colocado en el tablero?; quizá lo haga para divertirse. Y, si lo hace para divertirse, no hay duda de que se trata de una diversión cruel y morbosa. Quizá Nadie sí es un cabrón. Un cabrón mucho más cabrón de lo que todos nosotros juntos podamos ser, y un cabrón mucho más inteligente y poderoso de lo que todos los cabrones inteligentes y poderosos que hay entre nosotros puedan llegar a ser actuando en conjunto. Sí, puede que Nadie sea mucho más cabrón que todos esos juntos, incluso aunque añadamos a ese grupo a los cabrones poderosos y no-inteligentes, que, al final, suelen ser los más dañinos de todos.


Pero, quizá, Nadie no sea tan cabrón y nosotros seamos un error de cálculo. Y, si somos un error de cálculo, resultará que Nadie no es tan inteligente y, desde luego, no es ni omniscente ni omnipresente. Y, si Nadie es tan imperfecto como nosotros y no tiene a nadie (por ejemplo, a otro Nadie) que le gobierne, entonces Nadie no es nadie. Y si Nadie tiene a otro Nadie que le gobierne, entonces ese Nadie, o uno de los Nadies que ese Nadie que gobierna a Nadie tiene por encima en el escalafón, es, sin duda, un cabrón. Y, entonces, el Nadie situado en lo más alto del escalafón tiene dos posibilidades de ser: ser un cabrón o no ser (o ser) nadie. Nadie con minúsculas, claro.

El invitado desconocido: una carta metafísica

La mesa está puesta.

La mesa está puesta en el rincón de la habitación; la luz devastadora y solitaria del mediodía llena el rincón que la mesa no llena. La mesa está puesta, vestida con su blanco mantel. La mesa está puesta, con sus platos de porcelana blanca y sus servilletas negras, y con un candelabro sin velas a través del cual las copas colmadas de vino tinto se miran fijamente la una a la otra.

La mesa está puesta. Lleva así desde hace mucho tiempo, esperando tu venida. Esperando que coloques tus manos sobre ella y que dirijas esa mirada tuya de cristal hacia mi rostro turbio. La mesa y yo esperamos. Sabemos que puede que nunca aparezcas y que sigas enviando a otras en representación tuya. Mujeres bellas exterior o interiormente, con sonrisas de marfil, con miradas más profundas que el universo. Mujeres tal vez perfectas en apariencia, con un alma pura o, quizá, con un alma pútrida. Mujeres con un corazón de diamante tan grande como un continente. De gestos elegantes, o tal vez de un rudo encanto. De curvas pronunciadas, de abrazos cálidos, de besos húmedos, de pelo suave que acaricia cuando dejan caer sus cabezas sobre mi hombro. Mujeres de sexo furioso, o de penetraciones tiernas y suaves. Pero mujeres fugaces, al fin y al cabo. Mujeres resplandecientes y fugaces como las estrellas.

Tu rostro sigue siendo una incógnita para mí. Sigue siendo como las perspectivas de un día ocioso al amanecer. Como el primer contacto físico. Como el primer amor. Y como el segundo, el tercero, y todos los que han de seguir. Tu rostro es como el futuro inmediato de un fugitivo huyendo de una multitud que le persigue. Como el origen de la luz al final del túnel en el umbral de la muerte. Tu rostro no se me revelará hasta que alguien, o algo, decida que así debe ser. Y yo lo reconoceré al instante. Sabré que has llegado para quedarte.

¿Sabes? Ya no soy ese alma cándida. Ya no soy ese corazón puro cargado de buenas intenciones. Sigo siendo sincero y transparente porque no sé ser de otra manera. Pero el dolor que llueve sobre mi corazón debe haber oxidado o corrompido una parte de mis emociones, que devuelven lágrimas más fácilmente que cualquier otra cosa. Ya no soy ese alma cándida. Desarrollé, y mucho, mi intuición. O, más bien, mi intuición se desarrolló sola por una sencilla cuestión de supervivencia. Ahora adivino el peligro; Lo veo venir la mayoría de las veces; Normalmente, antes de que esté demasiado cerca como para dañarme. Veo el peligro, lo adivino, pero sigo siendo incapaz de obrar con toda la maldad que podría; realmente, sigo siendo casi incapaz de obrar con maldad. No termino de entender ese concepto. O, mejor dicho, lo entiendo, pero no tiene cabida en mí. Sí, lo entiendo, pero jamás lo comprenderé ni lo asumiré.

La mesa está puesta y te espera. Y yo te espero sin esperarte. Soy, como decía una amiga de sí misma, un nihilista lleno de esperanza. Espero cosas con una esperanza secreta. Secreta por miedo a que algún factor externo la quebrante. La esperanza es un bien valiosísimo y, como tal, nos aferramos a él con todas nuestras fuerzas. Debemos hacerlo así. Al fin y al cabo, dicen que la esperanza es lo último que se pierde. Si no esperase nada, ¿qué sentido tendría esperar a que la vida terminase? Espero sin esperar a través de la búsqueda, muchas veces de no se sabe qué o quién. Busco a un invitado desconocido: una nueva emoción, un oasis de paz, una idea, una historia que contar; una imagen, una historia dentro de la historia, dentro de mi propia historia, dentro de la imagen que busco. Lo hago dentro de un caos metódico, que sigue ciertas reglas inquebrantables en su desorden. Un caos autónomo y autosuficiente. Un caos que está un poco por encima de la música, que necesita ser creada....¿o será que, acaso, ella existe desde siempre y sólo espera -también ella espera- a que los músicos la descubran?

Tu rostro sigue siendo invisible para mí, y sé que, de aparecer, surgirá desde el interior de ese caos informe pero a veces más determinista que la propia ciencia, de la que también se vale para orquestar los acontecimientos y ofrecer muestras irrefutables a los sentidos, tanto internos como externos.

Tal vez ni siquiera seas una mujer. Tal vez, ni siquiera seas un hombre. Puede que no te anime una vida orgánica; o puede que te animen una miríada de ellas. Podría ser que fueses intangible, invisible, etérea (o etéreo). Pero sigo esperando a que vengas, a que te presentes, sea cual sea tu forma, tu aspecto, tu existencia. Esperando secretamente, envuelto en mi capa de escepticismo. Sólo sé que, si apareces, tendrás un rostro, ya sea físico, invisible, emocional o caótico. Dará lo mismo. Yo sabré reconocerte. Serás un invitado desconocido que dejará de serlo en cuanto me encuentres.

Y, entonces, todo tendrá sentido.

Todo tendrá sentido: el paso de los días, los amaneceres, los anocheceres, las lágrimas, las sonrisas, las luchas, los reencuentros, los desencuentros, las despedidas…cada instante transcurrido.

¡Sí! ¡Cada instante!. El tiempo dejará de atravesarme como si fuese un fantasma, la luz del sol me calentará, la luz de la luna me abrazará, tú me abrazarás. Y yo seré mucho más de lo que ahora soy. No importa lo que pase después. O, mejor dicho, sí importará. Importará mucho más de lo que había importado hasta entonces. Y será importante siempre. No importa que desaparezcas, que te vayas, que te desvanezcas en ese tiempo futuro, contado a partir del momento en el que hayas aparecido. No importará que ya no estés, porque estarás. Porque ya has estado. Porque ya te habré conocido. Y te conoceré para siempre. Y siempre estarás conmigo, aunque creas que te hayas ido.